Hoy,
primero de enero, me cagó un pájaro. Estaba en el jardín, tomando un poco del parsimonioso sol de invierno que caía entre las ramas de un árbol, cuando sentí
un leve pero macizo golpecito en el hombro. No tuve ni qué voltear para saber
lo que era, pues confieso que mi suerte con cagadas de pájaro es ya recurrente.
Por un momento, y dada la
coincidencia de ser el primer día del año, pensé que el acto estaba abierto a
cualquier interpretación esotérica — tal vez era una pésima señal que vaticinaba
un año de mierda, o que quizás quería decir todo lo contrario y era más bien
una suerte de presagio de buena salud o de conquistas exitosas. Podría haber
pensado que la casualidad de tener una cagada de pájaro en el hombro era en
realidad un designio divino, una manera de abrir con bombo y platillo un año que
pintaría para cualquier cosa, una nada azarosa coincidencia espaciotemporal que
marcaría mi destino; ya sabrá el lector, supersticiones de año nuevo. Pero no,
no soy dado a ese tipo de elucubraciones.
Lo que hice fue sonreír, recordar con cierta añoranza todas las otras ocasiones en que me ha cagado un pájaro, caminar a la cocina y
limpiar con un trapo húmedo la viscosa mezcla albiverde que se posaba sobre mi
hombro. Me cambié la camiseta y, gustoso de saberme abierto al capricho del tiempo,
me senté a comer el recalentado. Ya el año será lo que sea, pero yo lo empecé con una
cagada de pájaro en el hombro.