18.8.15

La ignominia urbana

Supongo que nadie en su sano juicio puede estar en contra de una intervención en la Avenida Chapultepec, sobre todo si está enfocada en darle un lugar privilegiado al peatón y mermar el impacto de los automovilistas[1]. Ahora, de ahí a que el gobierno de la ciudad quiera convencernos de que un segundo piso “cultural” y con comercio es la opción más viable para arreglar el caos que reina abajo, eso me parece una aberración. Además, un vistazo rápido revela que el proceso ha sido opaco, apresurado y equivocado; y que todo esfuerzo por llevar a cabo una genuina consulta ciudadana —importante precisamente por la escala y el impacto de este proyecto, — ha quedado reducido, por tiempos y formas, a una mera apariencia de democracia.
            La realidad es que la ciudad y su Jefe de Gobierno no necesitarían de estos esfuerzos superfluos si realmente tuvieran un plan de desarrollo a largo plazo, que incluyera estrategias en toda la zona metropolitana y no solo en la ya muy desarrollada zona céntrica. El Corredor Cultural Chapultepec es, como lo deja claro el video promocional, solo un icono, un icono grandilocuente pensado para resumir en un gran gesto todo lo que no se ha hecho por el resto de la ciudad; un icono desesperado porque es claro que Mancera pierde adeptos y necesita convencer a la gente de que su mediática “CDMX” avanza hacia algún lado; un icono nada inocente porque pone en jaque el rol del Estado frente a la sociedad civil. ¿Para quién piensan la ciudad?
Y lo peor es que si funciona es precisamente porque estamos ávidos de espectáculo y circos mediáticos, de inmediatismos inconsecuentes y “cool”; porque estamos muertos de ganas de pertenecer al mundo “global” y cualquier idea que parezca importada o “innovadora” la compramos a cualquier precio, incluso si para llevarla a cabo no se tomó en cuenta la opinión de nadie, ni se consideraron otras opciones, ni se tomaron en cuenta todos los efectos secundarios que podría conllevar. Necesitamos este montaje vacuo y ellos lo saben. Y en ese mismo mundo de “progreso” sin cuestionamientos, preferimos la fantasiosa realidad de atardecer dorado y gente rubia que ofrecen los renders de los arquitectos a la abrumadora y compleja realidad social que es la norma de esta ciudad, porque ¿para qué enfrentar los problemas cuando los podemos tapar con árboles imposibles, jardines colgantes y segundos pisos mágicos?
Además juega porque somos una sociedad tan poco preparada que los tibios e ignorantes que nos gobiernan pueden hacer lo que quieran —es decir, hacer un centro comercial con algunas jardineras, — con tan solo decir que es un corredor que fomentará la “cultura”. Y para convencernos de que van en serio y que realmente les importa el desarrollo de algo que en realidad no apoyan, designan con colorcitos, como si fuéramos niños, áreas específicas para cada una de las “bellas artes”. Y así tenemos la pintura y la escultura y la danza y el teatro, y no se olviden de la fotografía y la música y el cine y la arquitectura, porque la cultura, para estos genios, es eso: categorías de colores perfectamente enmarcadas. Pregunto, ¿qué saben ellos de cultura, si toda la infraestructura de los alrededores, su competencia, subsiste gracias a una mezcla entre genuino amor al arte y mucha suerte? ¿Qué saben ellos si creen que lo que su proyecto hace es “celebrar” —porque aunque parezca increíble así lo dijo el genial Fernando Romero, — la historia de nuestra ciudad?
Y lo venden como espacio público cuando en realidad están cediendo lo poco de público que tiene a un ente de moral dudosa que impondrá las normas de conducta, eliminando así cualquier anomalía que amenace el orden establecido. Y en sus páginas de Excel el espacio público son solo números y más números, como dice sonriente un impecable funcionario con gomina que al tiempo de hablar de transparencia se da el lujo de bloquear a los que se atreven a cuestionarlo.
Y aun así pasará como todo pasa en este país de imposiciones turbias e innecesarias. Pasará y será el único legado que el ignominioso y parco Mancera habrá dejado a esta ciudad junto con el alza en el precio del boleto del metro y un amplio historial de represión policial. Pasará y se construirá como una gran estructura que pudo ser evitada si tan solo se hubiera pensado bien, es decir, como parte de un gran tablero metropolitano, tomando en cuenta a la ciudadanía, y no como una línea abstracta y rentable, concebida por fríos cálculos financieros.
Yo por eso, y aunque me hablen maravillas, ya no les creo nada.


[1] Y que, ante el lema de “si no te gusta propón”, ha generado muy buenas propuestas, como esta http://www.arquine.com/espacio-publico-y-chapultepec/ de Roberto Remes o esta http://www.arquine.com/cedric-price-en-chapultepec/ de Alejandro Hernández

17.8.15

Club de lectura

En el pequeño café al que peregrino todas las mañanas en busca de despertar aunque sea un poquito más, a algún genio —al dueño, supongo,— se le ocurrió la maravillosa idea de formar un club de lectura. Pero este no es un club de lectura cualquiera: la realidad es que no existen sesiones ni un guía; no hay críticas ni comentarios; no hay ni siquiera recomendaciones. No, el club de lectura del café consiste de un estante, justo debajo de la barra, del cual uno puede tomar cualquiera de los libros disponibles. Solo existe una condición: si uno ha de llevarse un libro a casa, tendrá que dejar uno a cambio; ecuación sencilla.
            No sé cómo empezó el catálogo, que cuenta ya con unos cincuenta títulos. Tal vez habrá sido el dueño —o quien haya ideado este club,— que, ávido lector y en busca de nuevo material, decidió intercambiar su colección por títulos al azar; o tal vez fue una donación del comité vecinal, que dispuesto a promover una comunidad más estrecha, propuso a los vecinos ceder parte de sus colecciones para conocerse mejor. Desconozco, incluso (puesto que no sé cuánto tiempo tenga abierto el café y si el club de lectura empezó a la par de su inauguración o después), cuáles habrán sido los títulos originales de esta iniciativa. Lo que sí sé es que este experimento está en franca decadencia.
            Permítaseme explicar: evidentemente quien sea que haya concebido un club con estas condiciones confiaba en que los usuarios, tan dispuestos como él, harían su mejor esfuerzo por mantener un estándar de calidad alto. Pero esto no ha sido así. En cambio, algún transeúnte vivales, en chor, tenis de correr fosforescente y bandita en la cabeza (estoy cerca de los Viveros), después de engullirse una dona glaseada y un moka-doble-con-azúcar, decidió intercambiar lo que tal vez fuera alguna obra maestra de la literatura (¿sería Coetzee, Gustavo Sainz, Rosario Castellanos..?) por el emocionantísimo éxito de taquilla, el Anuario del 50 Aniversario de la Academia Mexicana de las Ciencias. Evidentemente este último título no ha hecho nada más que acumular polvo desde que llegó.
            Nunca he participado porque confío en que en casa tengo una buena y variada biblioteca; pero igual qué poca madre, pienso, cuando en lo que espero mi café noto que una edición de Folio de Georges Perec, muy bonita y en francés, ha sido intercambiada por la minuta del XIX Simposio para el Desarrollo de la Industria Agropecuaria en Sinaloa, 1997; o cuando desapareció un librito de Hannah Arendt al que le traía ganas y en su lugar encuentro el Dios mío, HAZME VIUDA por favor de Josefina Vázquez Mota.

            Francamente no entiendo porqué la gente se empeña en demostrar su desidia ante cualquier cosa pública, ante cualquier esfuerzo por compartir con extraños algo de valor. Tan fácil que sería ser conciente de la calidad del libro que uno toma contra lo que uno deja; saber que esto no es un tiradero de libros viejos que no le interesan a nadie; aprovechar una iniciativa bien intencionada para echarse un buen libro de vez en cuando. Pero no, a la gente eso le importa poco. Intento convencerme de que tampoco hay que azotarse, que no es para tanto, que puede ser una oportunidad para entender mejor al mundo que nos rodea. Y ya, resignado, confieso que he estado echando serio ojo a la última adquisición del club: 50 Shades of Grey.

14.8.15

La posibilidad de lo público

Ya lo señalaba Jane Jacobs en Life and Death of Great American Cities: el éxito del espacio público en tanto lugar significativo para una comunidad deriva de la multiplicidad de usos a sus alrededores. Esto quiere decir que el espacio por sí mismo poco puede hacer para congregar gente: es necesario, además, generar programas variados para proveerlo de transeúntes: el espacio, para que sea plural, requiere pluralidad de habitantes.
Por su parte, en Public and Private Spaces of the City, Ali Madanipour hace un recuento histórico del significado que el espacio público ha tenido en el desarrollo de las ciudades occidentales. Para el autor, no cabe duda que la función histórica de las plazas y calles de una ciudad responde a una necesidad colectiva de comunicación y de comercio. En la plaza antigua nos enfrentamos con el otro al tiempo que compramos, a un otro otro, lo que necesitamos para nuestra vida privada. La conclusión es la misma que la de Jacobs: es la suma de otros la que le da sentido a lo público, a lo que es de todos.
Sin embargo, la posmodernidad presenta un panorama que se antoja radicalmente distinto, y a veces hasta contrario, a estos usos. Por un lado, el surgimiento de los mercados globales y las empresas transnacionales, que a partir de acaparar el discurso comercial a través del marketing y alejar al ciudadano de a pie de los procesos de producción y distribución de los productos que venden, han roto esa pieza fundamental de las relaciones ciudadanas en las que un individuo le compra algo a otro individuo, suplantándolo por una empresa sin cara que provee servicios. Por el otro, el surgimiento de los medios de comunicación masivos, que permiten a las personas compartir información a distancia, ha terminado con la necesidad real de tener que salir a la calle, a lo público, para estar enterados de lo que sucede en el mundo que nos rodea.
Ante este panorama, Madanipour reconoce una desespacialización de la esfera pública de las ciudades, que en vez de su espacio real, aquel de tres dimensiones, recurren a los medios digitales para transmitir sus discursos. Asimismo, al corporativismo al cual estamos sujetos le conviene la negación de lo otro para que su negocio sea rentable. Es una ecuación sencilla: mientras mayor sea la preponderancia en una rama de comercio, mayor margen de ganancias habrá.
La traducción urbana y arquitectónica de estos dos fenómenos es, por un lado, una pérdida de interés (y por lo tanto de significado) de los espacios públicos; y por el otro, la aparición y apropiación de espacios privados de comercio que se antojan públicos, aunque su objetivo sea radicalmente lo contrario. Y es que mientras la plaza pública admite distintos discursos y deviene más viva mientras más plural; la plaza privada pretende ser un modelo replicable, controlado y cuyo principal interés es el desarrollo de capital. Pero entonces surge una pregunta: ante estas dos premisas, ¿es posible generar espacio público —aquel de plazas y kioskos que tanto nos gustan,— en la actualidad?
En el libro Milagros y Traumas de la Comunicación, el filósofo italiano Mario Perniola discute el régimen de historicidad bajo el cual se suscribe esta época. Para Perniola, el relato contemporáneo está velado por los medios de comunicación, los cuales presentan una versión del mundo que pertenece a lo que los griegos llamaran plasmata: la realidad se relata filtrada por un discurso que pertenece más a lo ficticio que la realidad efectiva de la cosa, o acontecimiento, y por lo tanto su eficiencia comunicativa radica no tanto en lo que se relata sino en cómo se relata. De ahí que, partiendo de la premisa que la arquitectura es también un medio de comunicación que está íntimamente ligado al zeitgeist de la época en la que se genera, sea claro que algo hay de ficticio en su discurso contemporáneo.
No: las plazas comerciales, mediatizadas y ascéticas, no promueven el diálogo y la pluralidad sino todo lo contrario: buscan usuarios que, aunque aparentemente distintos, puedan convivir bajo sus reglas en un espacio pensado para estimular sus intenciones individuales de compra: la manera voraz de acaparar el mercado suprime la posibilidad de autogestión al tiempo que, contradictoriamente, pretende celebrar al individuo en su pluralidad. Las formas, aparentemente amables y receptivas, son en realidad imposiciones de un régimen moral que poco admite el contexto en el que se encuentra inscripto.
El problema, nuestro problema, es que, acostumbrados a este régimen y con las herramientas de comunicación de las redes sociales, hemos negado la posibilidad de generar alternativas viables donde se generen espacios de diálogo. Además, el panorama pinta cada vez más desolador: el esfuerzo colectivo y político que implicaría generar un espacio plural y democrático en un centro urbano consolidado y sometido a las fuerzas del movimiento de capital se antoja tan complicado que hemos abandonado cualquier intención de proponerlo.
El espacio público, ese que tanto anhelamos, se nos ha escapado de las manos mientras twitteamos al respecto. Bien lo decía Koolhaas, “estábamos construyendo castillos de arena, ahora nadamos en las aguas que acabaron con ellos.”