Sabíamos mucho menos del mundo cuando fuimos a ese lugar. Sabíamos mucho menos porque no se nos exigía saber. Se nos exigía, no sé, jugar, saltar, preguntar, no poner los codos sobre la mesa, lavarnos los dientes; pero no saber. Yo no quería ir pero fuimos de todas formas porque son los padres y a los padres uno los acompaña hasta que tiene cierta edad. Nos subimos al coche y arrancamos y a mí -no sé si a ti, pero creo que fue a mí,- se me ocurrió preguntar a dónde íbamos. Y nos dijeron que allá al rancho de alguno de estos amigos que uno no conoce muy bien porque a esa edad uno está en otras cosas. Y yo creo que tú te dormiste todo el camino porque siempre te dormías y mamá me callaba para que durmieras, pero yo nunca he podido dormirme y por eso veo y en ese momento veía la ventana. Me acuerdo que me impresionaba un montón ver tantas y tantas casas y perros y anuncios y postes de luz, y todo tan árido que hasta se sentía que se me secaba la boca. (Tenía un juego cuando veía los postes de luz: pasábamos al lado bien rápido y me imaginaba que saltaba de uno a otro, que me agarraba con las manos y giraba y del puro impulso de la vuelta me daba para llegar al otro lado y me soltaba y llegaba al siguiente poste, y así uno tras otro hasta que salíamos a la carretera y paraban los postes.) Pasamos por una fábrica enorme y creo que te despertó papá y nos dijo que ahí hacían cemento y te volviste a dormir. Yo nomás pensaba en todo lo árido y el polvo y las ramas secas y el sol jugando a ser juez en el cielo.
Llegamos después de un rato a un pueblito con más casas y más perros y nos paramos enfrente de un portón rojo. Papá se bajó y se abrió la puerta. Mientras entrábamos, mamá decía que le gustaba mucho la casa pero yo me acuerdo que nomás veía el jardinsote al fondo y me arrepentía de no haber traído un balón. Cuando nos bajamos un señor grandote nos agarró a ti y a mí y nos dio un beso a cada uno, luego abrazó a mamá y nos invitó a pasar. Ahí adentro de la casa estaban unos niños, uno más grande que yo y otro como de mi edad. El grande se llamaba Pablo y el otro creo que Héctor, ya no me acuerdo, pero lo primero que hice fue preguntarles si les gustaba el fútbol y me dijeron que no. Entonces llegó la mamá de Pablo con agua de jamaica y chicharrones y nos pusimos a hablar de algo mientras los papás se servían tequila. Luego salimos de la casa y vimos a un señor a caballo que resultó ser el hermano del señor grandote. Pablo me preguntó si montaba y yo le dije que sí, nomás por no quedar mal. Tú estabas agarrada de la mano de mamá.
Entramos a comer y nos pusieron en la mesa con Pablo y Héctor, que ya me empezaban a caer mal. Nos dieron guacamole y nopales y carne y ellos comían de todo y a nosotros no nos gustaban los nopales, y mamá, ¿te acuerdas?, siempre dejándonos mal, diciendo que miren niños cómo Pablo y Héctor comen bien y ustedes se van a quedar flacos, mientras todos los de la mesa de adultos se reían. Y ellos, por supuesto, sintiéndose muy acá y presumiendo con una cebolla asada y nosotros con hambre comiendo chicharrón y guacamole. Después acabamos y salimos a jugar un rato pero tú no querías jugar escondidillas porque te daba miedo el caballo del tío y ellos no jugaban fútbol. Y entonces me dijeron de la cañada y yo les pregunté que qué había en la cañada y ellos solo se voltearon a ver. Les insistí y me dijeron, como retándome, que si quería ir a ver, y yo les dije que sí.
Me acuerdo que a mamá no le dio mucha confianza, pero papá y el señor grandote que era papá de Pablo la convencieron, y ella fue la que dijo que te lleváramos, que Pablo conocía bien el camino. Yo no quería que fueras porque siempre te cansabas y yo no quería verme débil enfrente de ellos, pero papá insistió y te llevamos. El camino era pura tierra de esa roja, me acuerdo, y había un montón de nopales y campos secos y llenos de polvo y a lo lejos ladraban unos perros. Empezaba a bajar el sol pero todavía hacía un calor sofocante y me acuerdo que yo volteaba y veía mi sombra y sentía que le costaba trabajo seguirme. No hablamos mucho hasta llegar allá, pero ellos iban adelante y yo algunos pasos atrás y tú todavía más atrás. Cuando llegamos a la cañada, lo primero que sentí fue un aire más fresco que subía desde el fondo. Me acuerdo que me dio vértigo asomarme y que te agarré la mano para que tú te asomaras. No sé cuánto habrá medido, pero sí sé que estaba bien profunda y que al fondo había muchísimos árboles y que sonaba un río hasta abajo. Arriba, en el cielo, volaba una cosa que yo supuse que era un águila enorme, aunque tal vez era un pájaro común y corriente. Entonces Pablo y Héctor, que hasta ese momento me di cuenta que se habían alejado, empezaron a bajar por un senderito y se estaban riendo. Te voltee a ver y vi que tenías miedo y yo sabía que también tenía miedo, pero no me iba a quedar ahí y tú tampoco.
Tuvimos que correr un poco para verlos otra vez de tanto que se habían adelantado, y mientras más bajábamos más fuerte sonaba el río y la plática de Pablo y Héctor se confundía con el ruido de unas campanitas que sonaban más lejos. De pronto, el ruido se hizo tan fuerte que los dejamos de escuchar: ya habíamos llegado a los árboles y todo lo abierto de los campos se había quedado arriba; acá solo se escuchaba el río y se sentía la humedad. Seguimos caminando un poco y me di cuenta que tu mano quería soltarse de la mía pero yo la apreté más y te seguí jalando. En un momento llegamos a un claro entre los árboles y los vimos. Avanzamos hacia ellos sintiendo un alivio enorme, pero cuando entramos al claro entendimos por qué se habían parado. Un par de perros les ladraban y les gruñían y se les acercaban poco a poco y ellos retrocedían, claramente muertos de miedo. Te di un jalón y te tapé la boca para que no gritaras y los dos nos agachamos. Al fondo sonaban unas campanitas.
De ahí en adelante todo se vuelve un poco confuso, pero me acuerdo de tu respiración. De repente sentí cómo tu mano se me soltaba pero ya no me importó. No sé quién tiró la primera piedra, pero sé que le dio a uno de los perros entre las orejas, y que se cayó al suelo, sangrando. El otro perro se espantó y salió corriendo cuando cayó la segunda piedra. En ese momento, Pablo y Héctor nos vieron y la cara se les relajó. Entonces tiraste la tercera piedra, que le dio al perro en el estómago, y agarraste la cuarta y saliste corriendo. Cuando llegaste, el perro todavía respiraba, pero después del primer golpe ya no respiró más. Todavía le diste algunos más hasta que tenías las manos llenas de sangre. Pablo y Héctor te veían incrédulos y yo me acerqué, te volví a agarrar la mano, y te llevé al río para que te limpiaras.
De regreso ya nadie habló, pero cuando llegamos ya se estaba metiendo el sol y nuestros padres estaban afuera, esperándonos. -Ya íbamos a ir a buscarlos, nos dijo papá. -¿Todo bien?, le preguntaron a Pablo. Él solo nos volteó a ver y se metió a la casa, junto con Héctor.
En el coche, yo íba viendo por la ventana los faroles, pero sabía que del otro lado del asiento tú no estabas dormida.