2.9.15

¿Por qué mientes, Simón?

En una presentación llevada a cabo en la Facultad de Arquitectura de la UNAM y después de escuchar por enésima vez un discurso que si algo logra es marear pero que no ha cambiado en nada a pesar de todas las críticas que ha suscitado, increpé a Simón Levy leyéndole esta carta, de mi autoría:

¿Por qué mientes, Simón? ¿Por qué dices que vas a escuchar cuando lo único que haces es ver cómo todas las voces que nunca tomaste en cuenta se alzan para hacerte ver que tu proyecto es una aberración mientras tu, inmóvil, lo defiendes a ultranza y lo justificas con una consulta totalmente a modo? ¿Por qué pones de ejemplo a proyectos que en apariencia son similares al tuyo pero que tú sabes que en naturaleza son totalmente distintos? ¿Por qué te atreves a llamar espacio público a algo cuyas reglas serán establecidas por un privado y que será vigilado por agentes que ellos escojan? ¿Qué hay de la diversidad, de la libertad de expresión? ¿Qué hay de la desigualdad y la marginación? ¿Para quién haces la ciudad?
¿Qué intereses defiendes, Simón, que no titubeas en decir que no tendremos que gastar impuestos para construir tu sueño guajiro? ¿No te das cuenta que los impuestos que todos pagamos son para invertir en nuestro beneficio, que no queremos un espacio público regalado a privados y que queremos que usen bien el dinero que les damos? ¿Y ya en eso, por qué dices que es una obra que beneficia al peatón cuando lo que haces es un espacio inhóspito y oscuro y lleno de ruido y coches en la planta baja; la planta que, curiosamente, es la que usan los peatones? ¿Qué si no quiero subir a tu faraónica ocurrencia?
¿Por qué un segundo piso, cuando toda la historia de la arquitectura los ha desechado cada vez que se han propuesto? ¿Qué megalomanía, Simón, si no es ignorancia, te lleva a pensar que el tuyo va a funcionar, que el tuyo sí traerá beneficios? ¿Además, cómo te atreves a decir que el espacio público sin programa pasa desapercibido, Simón? ¿En qué ciudad vives? ¿Cómo te atreves a decir, en un país tan rico en manifestaciones culturales marginales y espontáneas, que tu imposiblemente verde esperpento (porque no creas que los árboles crecen en losas de concreto) puede servir a que éstas se desarrollen naturalmente? Es aberrante. No, Simón, te equivocas: lo público y la cultura no son metros cuadrados.
Lo único que he aprendido de ti es que envidio tu cinismo y tu voluntad de acero. Por todo lo demás, creo que eres otro más del montón; otro más que se une a la tradición política mexicana de no tener ningún plan a futuro; de solo pensar en parches; y de ser puro discurso sin tener absolutamente nada de fondo.

Su respuesta no se salió del guión (¿se podía esperar algo más?). Me dijo que eran demasiadas preguntas y que repitiera solo tres, por lo que insistí en la consulta a modo, en que lo llamen peatonal cuando evidentemente perjudica la experiencia a nivel de calle y en que para qué llamarlo cultural, cuando toda la infraestructura pública para ése propósito está cayéndose a pedazos. Contestó a la primera que la ley no los obliga a hacer consulta (léase, la hacemos en buen pedo, no te quejes); a la segunda insistió en darme números sobre cuánto “espacio público” se genera en metros cuadrados (lo cual refuerza el punto: no me escuchó); y a la última, sobre la cultura, me refirió a la página oficial del proyecto para consultar los programas. Por último, me incitó a que “usara mi energía” para enviarle propuestas para enriquecer el proyecto.

            En este punto decidí abandonar el sitio, no sin antes dejarle claro que con él no se puede dialogar. No pienso perder mi tiempo con gente que lo único que pretende es presumir su megalomanía y que en ningún momento puede responder a una crítica directamente. No, Simón, tú no entiendes que no entiendes.

18.8.15

La ignominia urbana

Supongo que nadie en su sano juicio puede estar en contra de una intervención en la Avenida Chapultepec, sobre todo si está enfocada en darle un lugar privilegiado al peatón y mermar el impacto de los automovilistas[1]. Ahora, de ahí a que el gobierno de la ciudad quiera convencernos de que un segundo piso “cultural” y con comercio es la opción más viable para arreglar el caos que reina abajo, eso me parece una aberración. Además, un vistazo rápido revela que el proceso ha sido opaco, apresurado y equivocado; y que todo esfuerzo por llevar a cabo una genuina consulta ciudadana —importante precisamente por la escala y el impacto de este proyecto, — ha quedado reducido, por tiempos y formas, a una mera apariencia de democracia.
            La realidad es que la ciudad y su Jefe de Gobierno no necesitarían de estos esfuerzos superfluos si realmente tuvieran un plan de desarrollo a largo plazo, que incluyera estrategias en toda la zona metropolitana y no solo en la ya muy desarrollada zona céntrica. El Corredor Cultural Chapultepec es, como lo deja claro el video promocional, solo un icono, un icono grandilocuente pensado para resumir en un gran gesto todo lo que no se ha hecho por el resto de la ciudad; un icono desesperado porque es claro que Mancera pierde adeptos y necesita convencer a la gente de que su mediática “CDMX” avanza hacia algún lado; un icono nada inocente porque pone en jaque el rol del Estado frente a la sociedad civil. ¿Para quién piensan la ciudad?
Y lo peor es que si funciona es precisamente porque estamos ávidos de espectáculo y circos mediáticos, de inmediatismos inconsecuentes y “cool”; porque estamos muertos de ganas de pertenecer al mundo “global” y cualquier idea que parezca importada o “innovadora” la compramos a cualquier precio, incluso si para llevarla a cabo no se tomó en cuenta la opinión de nadie, ni se consideraron otras opciones, ni se tomaron en cuenta todos los efectos secundarios que podría conllevar. Necesitamos este montaje vacuo y ellos lo saben. Y en ese mismo mundo de “progreso” sin cuestionamientos, preferimos la fantasiosa realidad de atardecer dorado y gente rubia que ofrecen los renders de los arquitectos a la abrumadora y compleja realidad social que es la norma de esta ciudad, porque ¿para qué enfrentar los problemas cuando los podemos tapar con árboles imposibles, jardines colgantes y segundos pisos mágicos?
Además juega porque somos una sociedad tan poco preparada que los tibios e ignorantes que nos gobiernan pueden hacer lo que quieran —es decir, hacer un centro comercial con algunas jardineras, — con tan solo decir que es un corredor que fomentará la “cultura”. Y para convencernos de que van en serio y que realmente les importa el desarrollo de algo que en realidad no apoyan, designan con colorcitos, como si fuéramos niños, áreas específicas para cada una de las “bellas artes”. Y así tenemos la pintura y la escultura y la danza y el teatro, y no se olviden de la fotografía y la música y el cine y la arquitectura, porque la cultura, para estos genios, es eso: categorías de colores perfectamente enmarcadas. Pregunto, ¿qué saben ellos de cultura, si toda la infraestructura de los alrededores, su competencia, subsiste gracias a una mezcla entre genuino amor al arte y mucha suerte? ¿Qué saben ellos si creen que lo que su proyecto hace es “celebrar” —porque aunque parezca increíble así lo dijo el genial Fernando Romero, — la historia de nuestra ciudad?
Y lo venden como espacio público cuando en realidad están cediendo lo poco de público que tiene a un ente de moral dudosa que impondrá las normas de conducta, eliminando así cualquier anomalía que amenace el orden establecido. Y en sus páginas de Excel el espacio público son solo números y más números, como dice sonriente un impecable funcionario con gomina que al tiempo de hablar de transparencia se da el lujo de bloquear a los que se atreven a cuestionarlo.
Y aun así pasará como todo pasa en este país de imposiciones turbias e innecesarias. Pasará y será el único legado que el ignominioso y parco Mancera habrá dejado a esta ciudad junto con el alza en el precio del boleto del metro y un amplio historial de represión policial. Pasará y se construirá como una gran estructura que pudo ser evitada si tan solo se hubiera pensado bien, es decir, como parte de un gran tablero metropolitano, tomando en cuenta a la ciudadanía, y no como una línea abstracta y rentable, concebida por fríos cálculos financieros.
Yo por eso, y aunque me hablen maravillas, ya no les creo nada.


[1] Y que, ante el lema de “si no te gusta propón”, ha generado muy buenas propuestas, como esta http://www.arquine.com/espacio-publico-y-chapultepec/ de Roberto Remes o esta http://www.arquine.com/cedric-price-en-chapultepec/ de Alejandro Hernández

17.8.15

Club de lectura

En el pequeño café al que peregrino todas las mañanas en busca de despertar aunque sea un poquito más, a algún genio —al dueño, supongo,— se le ocurrió la maravillosa idea de formar un club de lectura. Pero este no es un club de lectura cualquiera: la realidad es que no existen sesiones ni un guía; no hay críticas ni comentarios; no hay ni siquiera recomendaciones. No, el club de lectura del café consiste de un estante, justo debajo de la barra, del cual uno puede tomar cualquiera de los libros disponibles. Solo existe una condición: si uno ha de llevarse un libro a casa, tendrá que dejar uno a cambio; ecuación sencilla.
            No sé cómo empezó el catálogo, que cuenta ya con unos cincuenta títulos. Tal vez habrá sido el dueño —o quien haya ideado este club,— que, ávido lector y en busca de nuevo material, decidió intercambiar su colección por títulos al azar; o tal vez fue una donación del comité vecinal, que dispuesto a promover una comunidad más estrecha, propuso a los vecinos ceder parte de sus colecciones para conocerse mejor. Desconozco, incluso (puesto que no sé cuánto tiempo tenga abierto el café y si el club de lectura empezó a la par de su inauguración o después), cuáles habrán sido los títulos originales de esta iniciativa. Lo que sí sé es que este experimento está en franca decadencia.
            Permítaseme explicar: evidentemente quien sea que haya concebido un club con estas condiciones confiaba en que los usuarios, tan dispuestos como él, harían su mejor esfuerzo por mantener un estándar de calidad alto. Pero esto no ha sido así. En cambio, algún transeúnte vivales, en chor, tenis de correr fosforescente y bandita en la cabeza (estoy cerca de los Viveros), después de engullirse una dona glaseada y un moka-doble-con-azúcar, decidió intercambiar lo que tal vez fuera alguna obra maestra de la literatura (¿sería Coetzee, Gustavo Sainz, Rosario Castellanos..?) por el emocionantísimo éxito de taquilla, el Anuario del 50 Aniversario de la Academia Mexicana de las Ciencias. Evidentemente este último título no ha hecho nada más que acumular polvo desde que llegó.
            Nunca he participado porque confío en que en casa tengo una buena y variada biblioteca; pero igual qué poca madre, pienso, cuando en lo que espero mi café noto que una edición de Folio de Georges Perec, muy bonita y en francés, ha sido intercambiada por la minuta del XIX Simposio para el Desarrollo de la Industria Agropecuaria en Sinaloa, 1997; o cuando desapareció un librito de Hannah Arendt al que le traía ganas y en su lugar encuentro el Dios mío, HAZME VIUDA por favor de Josefina Vázquez Mota.

            Francamente no entiendo porqué la gente se empeña en demostrar su desidia ante cualquier cosa pública, ante cualquier esfuerzo por compartir con extraños algo de valor. Tan fácil que sería ser conciente de la calidad del libro que uno toma contra lo que uno deja; saber que esto no es un tiradero de libros viejos que no le interesan a nadie; aprovechar una iniciativa bien intencionada para echarse un buen libro de vez en cuando. Pero no, a la gente eso le importa poco. Intento convencerme de que tampoco hay que azotarse, que no es para tanto, que puede ser una oportunidad para entender mejor al mundo que nos rodea. Y ya, resignado, confieso que he estado echando serio ojo a la última adquisición del club: 50 Shades of Grey.

14.8.15

La posibilidad de lo público

Ya lo señalaba Jane Jacobs en Life and Death of Great American Cities: el éxito del espacio público en tanto lugar significativo para una comunidad deriva de la multiplicidad de usos a sus alrededores. Esto quiere decir que el espacio por sí mismo poco puede hacer para congregar gente: es necesario, además, generar programas variados para proveerlo de transeúntes: el espacio, para que sea plural, requiere pluralidad de habitantes.
Por su parte, en Public and Private Spaces of the City, Ali Madanipour hace un recuento histórico del significado que el espacio público ha tenido en el desarrollo de las ciudades occidentales. Para el autor, no cabe duda que la función histórica de las plazas y calles de una ciudad responde a una necesidad colectiva de comunicación y de comercio. En la plaza antigua nos enfrentamos con el otro al tiempo que compramos, a un otro otro, lo que necesitamos para nuestra vida privada. La conclusión es la misma que la de Jacobs: es la suma de otros la que le da sentido a lo público, a lo que es de todos.
Sin embargo, la posmodernidad presenta un panorama que se antoja radicalmente distinto, y a veces hasta contrario, a estos usos. Por un lado, el surgimiento de los mercados globales y las empresas transnacionales, que a partir de acaparar el discurso comercial a través del marketing y alejar al ciudadano de a pie de los procesos de producción y distribución de los productos que venden, han roto esa pieza fundamental de las relaciones ciudadanas en las que un individuo le compra algo a otro individuo, suplantándolo por una empresa sin cara que provee servicios. Por el otro, el surgimiento de los medios de comunicación masivos, que permiten a las personas compartir información a distancia, ha terminado con la necesidad real de tener que salir a la calle, a lo público, para estar enterados de lo que sucede en el mundo que nos rodea.
Ante este panorama, Madanipour reconoce una desespacialización de la esfera pública de las ciudades, que en vez de su espacio real, aquel de tres dimensiones, recurren a los medios digitales para transmitir sus discursos. Asimismo, al corporativismo al cual estamos sujetos le conviene la negación de lo otro para que su negocio sea rentable. Es una ecuación sencilla: mientras mayor sea la preponderancia en una rama de comercio, mayor margen de ganancias habrá.
La traducción urbana y arquitectónica de estos dos fenómenos es, por un lado, una pérdida de interés (y por lo tanto de significado) de los espacios públicos; y por el otro, la aparición y apropiación de espacios privados de comercio que se antojan públicos, aunque su objetivo sea radicalmente lo contrario. Y es que mientras la plaza pública admite distintos discursos y deviene más viva mientras más plural; la plaza privada pretende ser un modelo replicable, controlado y cuyo principal interés es el desarrollo de capital. Pero entonces surge una pregunta: ante estas dos premisas, ¿es posible generar espacio público —aquel de plazas y kioskos que tanto nos gustan,— en la actualidad?
En el libro Milagros y Traumas de la Comunicación, el filósofo italiano Mario Perniola discute el régimen de historicidad bajo el cual se suscribe esta época. Para Perniola, el relato contemporáneo está velado por los medios de comunicación, los cuales presentan una versión del mundo que pertenece a lo que los griegos llamaran plasmata: la realidad se relata filtrada por un discurso que pertenece más a lo ficticio que la realidad efectiva de la cosa, o acontecimiento, y por lo tanto su eficiencia comunicativa radica no tanto en lo que se relata sino en cómo se relata. De ahí que, partiendo de la premisa que la arquitectura es también un medio de comunicación que está íntimamente ligado al zeitgeist de la época en la que se genera, sea claro que algo hay de ficticio en su discurso contemporáneo.
No: las plazas comerciales, mediatizadas y ascéticas, no promueven el diálogo y la pluralidad sino todo lo contrario: buscan usuarios que, aunque aparentemente distintos, puedan convivir bajo sus reglas en un espacio pensado para estimular sus intenciones individuales de compra: la manera voraz de acaparar el mercado suprime la posibilidad de autogestión al tiempo que, contradictoriamente, pretende celebrar al individuo en su pluralidad. Las formas, aparentemente amables y receptivas, son en realidad imposiciones de un régimen moral que poco admite el contexto en el que se encuentra inscripto.
El problema, nuestro problema, es que, acostumbrados a este régimen y con las herramientas de comunicación de las redes sociales, hemos negado la posibilidad de generar alternativas viables donde se generen espacios de diálogo. Además, el panorama pinta cada vez más desolador: el esfuerzo colectivo y político que implicaría generar un espacio plural y democrático en un centro urbano consolidado y sometido a las fuerzas del movimiento de capital se antoja tan complicado que hemos abandonado cualquier intención de proponerlo.
El espacio público, ese que tanto anhelamos, se nos ha escapado de las manos mientras twitteamos al respecto. Bien lo decía Koolhaas, “estábamos construyendo castillos de arena, ahora nadamos en las aguas que acabaron con ellos.”

26.7.15

Perder el juicio

Uno no puede estar tranquilo en el dentista. Por más que exista toda la confianza en él, el sólo hecho de que haya alguien que controla tu voluntad bucal es suficiente para perder la cabeza. Uno cede su capacidad de decisión a un completo extraño al tiempo que aparatos de lo más pesadillezcos penetran en una cavidad que uno cree propia, vulnerando lo más profundo de la intimidad. Y es un proceso que se repite con cierta frecuencia —depende, claro, de la higiene de cada quién, — y al que deberíamos estar acostumbrados. Pero no. Por más que uno intente relajarse, el chillido de cualquiera de estos aparatos es suficiente para ponerte los pelos de punta.
     Y luego vienen las conversaciones, totalmente unilaterales, ¿porque cómo chingaos va uno a hablar cuando está medio apendejado y tiene un tubo que le succiona la baba metido debajo de la lengua? Y si no te interesa la vida del dentista, ya te jodiste, porque lo único que alcanzas a responder son monosílabos indiscernibles. Sumado a eso, todo el cuerpo se tensa a la espera de una punzada de dolor agudo, que seguramente hará temblar hasta la punta del dedo más alejado. En el dentista, uno regresa a un estado infantil del pre lenguaje, a lo primitivo del dolor más íntimo, todo por un baño de flúor o una mucho más temible endodoncia. Porca miseria.


* * *

Amaneció como cualquier otro día, entre saliva seca y un olor fétido, sin sospechar lo que le esperaba. No hubo demasiado movimiento y supo que estaba en la ducha porque algo de agua caliente la alcanzó en su rincón escondido. Luego, al salir, pasó por ella jugo de naranja (de bote, el más desagradable), café y un omelette de jamón y queso. Después vino la rutina del cepillo y la pasta, la espuma haciéndole cosquillas aunque a ella no le tocara el mismo masaje que a sus compañeras que, colocadas más adelante, recibían un masaje completo unas dos o tres veces por día. Ella, resignada, aguardaba pacientemente. Sabía que había sido la última en llegar y que, aunque sus compañeras no la recibieron bien al principio, empezaba a formar parte del cerrado grupo. Confiada en que su papel era igual de importante que el del resto, sintió el paso certero y rítmico que sólo podía significar una cosa: caminaban por la calle. El aire que entraba era tibio y la lengua hacía su rondín inundándola de saliva fresca en lo que supuso sería un viaje en automóvil, tal vez en camión o en metro. Luego de nuevo pasos, por fin algo de voz —un intercambio corto, — y algo que sintió como un elevador. El movimiento frenó en seco y de repente, sabiéndose en paz (probablemente sentada), miró aquel agujero abrirse y sintió cómo una luz intensa se asomaba por detrás de las demás. Entonces vio un objeto puntiagudo entrar en la encía al lado
de ella. Todas temblaron, pues sabían que pasaba algo raro. Sintió la punzada eléctrica y empezó a invadirla un cosquilleo tenue que arrancó en la raíz y que poco a poco la fue cubriendo toda de una leve sensación de somnolencia. A los pocos minutos, totalmente relajada, perdió el conocimiento y ya no supo más.
     Cuando las demás despertaron, sintieron un olor a sangre fresca que las envolvía a todas. Desconcertadas, adoloridas, y aún bajo el efecto de aquel piquete misterioso, repararon en que faltaba una de ellas, la más nueva, que apenas empezaba a caerles bien. Suspiraron y supieron que no volvería más, que su tiempo dentro del grupo había acabado.


* * *

Bajo la luz de un reflector que ocupa toda la sala, veo la siniestra silueta negra, perfectamente recortada, acercarse lentamente a mí. Estoy sentado, reclinado en un reposet viejo, con la boca sedada, nervioso. Sé lo que va a pasar, pero aún así mis manos agarran tensamente las puntas de los descansabrazos sudados mientras veo de reojo un aparato metálico, esbelto y puntiagudo, que se aproxima con precisión abrumadora a mi boca. Llegué temprano y desayuné bien, porque no sé qué pase después. Escucho, porque ya no siento, el frío metal tocando mis huesos. Entonces empieza el calvario: la silueta forcejea con algo dentro de mí que no distingo por la anestesia, pero escucho rechinidos y huelo a sangre, la mía propia, mientras mi cuerpo se pone tieso y se me eriza la piel. Una sensación amarga me invade mientras siento como todo mi cráneo responde suave, adormecido, a la fuerza de los tirones que lo violentan. Pierdo toda mi voluntad mientras el brazo del sujeto de la silueta cambia palanca por pinzas, luego palanca otra vez, al tiempo que escucho gemidos que no son míos. El dolor en el cachete es insoportable y si estiro más las piernas siento que pueden quebrarse en cualquier momento. Sudo. La lucha por extraer el diente, entre claroscuros de luz intensa y sombra, termina pronto, por suerte, y veo el resultado final estupefacto: un monstruo de hueso y sarro y sangre, chato por un extremo y puntiagudo como aguja del otro, que hace unos minutos descansaba pasiblemente en el fondo de mi boca, anclado en su encía. Su lugar ahora lo ocupa un algodón ensangrentado.


* * *

Desde chico y con ciertas personas me pasa algo raro: no importa el estado de la dentadura, que puede ser una sonrisa blanca y alineada o manchada y azarosa, pero al verla me fijo en sus dientes y me imagino todo su cráneo. Siento todo el engranaje de dientes y mandíbulas y oquedades y nariz y redondez de los huesos que subyacen esa cara que, por el momento, parece feliz. Y no sé realmente por qué, pero creo que es porque los dientes son el único hueso que está ahí,
expuesto a la intemperie, visibles para todo el que quiera fijarse en ellos. Los dientes como ventana a lo que nos estructura y nos da sustento ante la gravedad: el esqueleto entero.


* * *

Lo llamaría un vacío dialéctico. Sé que es una mamarrachada pero es así: es una sensación de un objeto que ya no está, que ya no ocupa más el lugar que era suyo por naturaleza. Su presencia se vuelve algo fantasmagórico y omnipresente, como si su aura estuviera aún en donde antiguamente se encontraba pero además hubiera traspasado esa frontera. La dialéctica es por eso, porque es un vacío que se define por la falta de lo lleno, todavía ocupado por eso que ya no es más.


* * *

Sé que he perdido algo, lo siento.

11.7.15

Xoch is tourism

En sus Mitologías, Roland Barthes dice del turismo: “…esta calidad de turista es una coartada maravillosa: gracias a ella se puede mirar sin comprender, viajar sin interesarse por las realidades políticas; el turista pertenece a una subhumanidad privada de juicio por naturaleza y que, cuando intenta tener alguno, sobrepasa ridículamente su condición.” Por su parte, Boris Groys dice de la mirada turística que ésta “…sustituye [a] la historia por el espacio y la contemporaneidad. Para la mirada turística no hay historia: todo lo del pasado es del mismo tiempo: el pasado. No hay diferencia si … tiene tres mil, trescientos o tres años o días: la mirada turística fija el pasado y lo sincroniza.”
            Me acuerdo de esto porque me acabo de encontrar en internet que en Cancún, la segunda ciudad mexicana con mayor número de turistas extranjeros[1], existe una versión apócrifa y light de Xochimilco, llamada, para que no quepa duda: Xoximilco. En este lugar, cuya página (http://www.xoximilco.com.mx/) describe como “un parque de atracciones”, se puede vivir una experiencia “muy mexicana”. Porque la neta, ¿para qué ir a los cochinos canales de Xochimilco, llenos de comercio informal y viene vienes, donde los que venden la comida son las doñas y los dones de por ahí, cuando se puede ir a un lugar que es lo mismo pero totalmente controlado? ¿Para qué gastar tiempo en entender el complejo sistema hídrico y la agricultura que resulta del sitio en la cuenca del Lago de Texcoco cuando se puede reproducir la experiencia en un manglar a mil quinientos kilómetros de distancia? ¿Para qué viajar a tan recóndito rincón de la contaminada, insegura y abrumadora Ciudad de México cuando lo puedes tener (hey, amigou!) a 25 minutos de tu hotel de cinco estrellas (precios más IVA)?! Además el dinero sobra: la magia mejicana cuesta unos módicos 1201 pesos por persona.
            En este lugar de pura diversión, las trajineras (VIVA TLAXCALA) están bien construidas y las maneja un profesional (nótese el paliacate rojo en el cuello), los mariachis no le regatearán el precio de la canción, y el canal huele a perfume de rosas, nada de aguas verdes y apestosas, no se preocupe. Por si fuera poco, el menú, preparado por unas señoras muy mexicanas (si queda duda de su nacionalidad, ¡vea sus lindos trajes típicos!, pero no pregunte de qué región son) es una mezcolanza de la comida “típica” de esta “colorida y alegre” nación: cochinita meets cabrito con tortilla de harina (baja en grasa) y una rica agua de Jamaica endulzada con Splenda®, con barra libre de tequila let’sgetpissedman! y mariachi (y marimba y jorongo) incluidos. Los mosquitos tocan las maracas y todo es fiesta y playa y Ariba Mexicou porque al turista hay que enseñarle lo bien que nos la pasamos en este maravilloso país. We gat margaritas, güero! A la salida, claro, no se olvide de pasar por nuestra tienda de souvenirs: ¡tenemos muñecas de tela pa la niña, jaranitas para el niño y caballitos de tequila con el sol azteca para el jefe de la casa a precios INACCESIBLES! Carajo, ni el pueblo mexicano de Six Flags lograba tal síntesis de fuegos artificiales y cultura nacional.
            ¿Por qué he sido tan serio toda mi vida? A la mierda todo, yo, la neta, prefiero ser turista.

Toma una corona de flores, la pone en su cabeza, y se une a la fila de conga.





[1] Dato tomado de http://www.explorandomexico.com.mx/about-mexico/11/448/

5.7.15

Soy amigo de un pacheco

Capítulo 1 · Las Islas
Cruzábamos Regino* y yo por las Islas de Ciudad Universitaria rumbo a la Facultad de Filosofía y Letras. El sol de mediodía pegaba inclemente sobre nuestras cabezas mientras veíamos como todo mundo estaba tirado en el suelo, o jugando fútbol, o haciendo fila para la tirolesa —por la hora ya muchos habrían acabado clases. Pero nosotros teníamos otra misión: íbamos a filos tal vez porque teníamos hambre o por querer ver a las señoritas que ahí estudiaban. Regino, que nunca ha sido un tipo fácil de interpretar, de repente me toma el brazo y me dice —Aguántame tantito, bandita. Me deja parado a la mitad del pasto en lo que se encamina a uno de los grupos de árboles que pueblan esta explanada. Entonces veo cómo se acerca al único personaje que habita esa sombra: un tipo no muy alto con gorra, lentes oscuros y una mochila que lleva por delante, que está parado entre los troncos rectos de los liquidámbares, debajo de un follaje que no lo cubre para nada. Noto entonces que Regino se acerca, intercambian algunas palabras, Regino mete una mano en el bolsillo trasero de su pantalón y saca su cartera mientras el otro abre el compartimento frontal de su mochila del que extrae una bolsita, misma que extiende a Regino mientras éste le alcanza algún billete cuya denominación no alcanzo a distinguir, Regino entonces toma la bolsita y la introduce dentro de la cartera, que vuelve a poner en su lugar. Todo el tiempo que dura el intercambio, ambos voltean a su alrededor nerviosos, conscientes, quizá demás, de toda la gente que ellos suponen los mira con atención. (Creo que soy el único que los está viendo).
            La transacción termina, ambos se dan la mano inconspicuamente mientras se dan la espalda, como en una coreografía que ambos han practicado muchas veces, el tipo para seguir a la espera de algún otro cliente, Regino para volver conmigo, que todo este tiempo he estado esperando inmóvil a que regrese.
            Camina los treinta metros que nos separan viéndome a los ojos. No sé descifrar su mirada: no entiendo si está nervioso o siente que ya la armó, pero por fin podemos retomar nuestro camino. Se me acerca, y ya al lado de mí me dice —¿cómo viste, mi Juaco, muy normal?

Capítulo 2 · Narvarte
Este céntrico barrio residencial, de calles anchas y avenidas arboladas, ha sido testigo de las aventuras de Regino desde que era niño. Como era costumbre cuando lo iba a visitar, ese día salimos a caminar por los alrededores. Era sábado de tianguis, un poco después de la hora de la comida, y las avenidas principales estaban llenas de gente que salía de comer o andaba de paseo. Familias, niños y gente con perros realizaban sus actividades sabatinas sin preocupaciones aparentes mientras una suave luz dorada bañaba las fachadas de los edificios colindantes. Regino y yo no teníamos un rumbo particular —o tal vez sí, no me acuerdo, — pero caminábamos por una de las calles que desembocan en Avenida Universidad, quizás Palenque, o Mitla. Entonces, llegando a la mera esquina, Regino de repente me toma el brazo y me dice —Aguántame tantito, bandita.
            Veo entonces cómo se acerca a un teléfono público, de esos cuyas paredes de aluminio te tapan la cara. De la bolsa trasera de su pantalón saca una bolsita, mientras que de su chamarra saca un tubito metálico y un encendedor. Asoma la cabeza por detrás de la mampara para cerciorarse, en esa atiborrada avenida, que nadie lo está viendo. Vuelve a meter la cabeza a la cabina y mueve los brazos de forma aparentemente aleatoria. Pasa una señora que se nos queda viendo —yo estoy a unos pasos, manos en los bolsillos, intentando verme lo más business as usual que puedo. Le mantengo la mirada a la señora, desafiante, queriendo decirle que no se meta. Regino no se da cuenta de esto, concentrado como está en su tarea. De repente, después de una última revisión de los alrededores, Regino lleva el tubo a su boca —esto sólo lo supongo por cómo mueve los brazos, — y empieza a salir humo por detrás de sus orejas, porque eso pasa cuando uno habla por teléfono en la calle. Un hombre con un niño que le toma la mano pasa por atrás de Regino y lo observa con curiosidad: el niño y yo nos quedamos viendo. No pasa nada, no te preocupes. Se repite la escena: aún más humo y un ataque de tos. Es que no le contestaron, doña, de veras.
            Regino controla entonces su desvarío, guarda sus instrumentos en su chamarra y se vuelve hacia mí. Sus ojos perdieron tamaño y están todos rojos. Apesta. Se me acerca, y ya al lado de mí me dice —¿cómo viste, mi Juaco, alguien se dio cuenta?


*El nombre ha sido modificado por razones de seguridad.