26.7.15

Perder el juicio

Uno no puede estar tranquilo en el dentista. Por más que exista toda la confianza en él, el sólo hecho de que haya alguien que controla tu voluntad bucal es suficiente para perder la cabeza. Uno cede su capacidad de decisión a un completo extraño al tiempo que aparatos de lo más pesadillezcos penetran en una cavidad que uno cree propia, vulnerando lo más profundo de la intimidad. Y es un proceso que se repite con cierta frecuencia —depende, claro, de la higiene de cada quién, — y al que deberíamos estar acostumbrados. Pero no. Por más que uno intente relajarse, el chillido de cualquiera de estos aparatos es suficiente para ponerte los pelos de punta.
     Y luego vienen las conversaciones, totalmente unilaterales, ¿porque cómo chingaos va uno a hablar cuando está medio apendejado y tiene un tubo que le succiona la baba metido debajo de la lengua? Y si no te interesa la vida del dentista, ya te jodiste, porque lo único que alcanzas a responder son monosílabos indiscernibles. Sumado a eso, todo el cuerpo se tensa a la espera de una punzada de dolor agudo, que seguramente hará temblar hasta la punta del dedo más alejado. En el dentista, uno regresa a un estado infantil del pre lenguaje, a lo primitivo del dolor más íntimo, todo por un baño de flúor o una mucho más temible endodoncia. Porca miseria.


* * *

Amaneció como cualquier otro día, entre saliva seca y un olor fétido, sin sospechar lo que le esperaba. No hubo demasiado movimiento y supo que estaba en la ducha porque algo de agua caliente la alcanzó en su rincón escondido. Luego, al salir, pasó por ella jugo de naranja (de bote, el más desagradable), café y un omelette de jamón y queso. Después vino la rutina del cepillo y la pasta, la espuma haciéndole cosquillas aunque a ella no le tocara el mismo masaje que a sus compañeras que, colocadas más adelante, recibían un masaje completo unas dos o tres veces por día. Ella, resignada, aguardaba pacientemente. Sabía que había sido la última en llegar y que, aunque sus compañeras no la recibieron bien al principio, empezaba a formar parte del cerrado grupo. Confiada en que su papel era igual de importante que el del resto, sintió el paso certero y rítmico que sólo podía significar una cosa: caminaban por la calle. El aire que entraba era tibio y la lengua hacía su rondín inundándola de saliva fresca en lo que supuso sería un viaje en automóvil, tal vez en camión o en metro. Luego de nuevo pasos, por fin algo de voz —un intercambio corto, — y algo que sintió como un elevador. El movimiento frenó en seco y de repente, sabiéndose en paz (probablemente sentada), miró aquel agujero abrirse y sintió cómo una luz intensa se asomaba por detrás de las demás. Entonces vio un objeto puntiagudo entrar en la encía al lado
de ella. Todas temblaron, pues sabían que pasaba algo raro. Sintió la punzada eléctrica y empezó a invadirla un cosquilleo tenue que arrancó en la raíz y que poco a poco la fue cubriendo toda de una leve sensación de somnolencia. A los pocos minutos, totalmente relajada, perdió el conocimiento y ya no supo más.
     Cuando las demás despertaron, sintieron un olor a sangre fresca que las envolvía a todas. Desconcertadas, adoloridas, y aún bajo el efecto de aquel piquete misterioso, repararon en que faltaba una de ellas, la más nueva, que apenas empezaba a caerles bien. Suspiraron y supieron que no volvería más, que su tiempo dentro del grupo había acabado.


* * *

Bajo la luz de un reflector que ocupa toda la sala, veo la siniestra silueta negra, perfectamente recortada, acercarse lentamente a mí. Estoy sentado, reclinado en un reposet viejo, con la boca sedada, nervioso. Sé lo que va a pasar, pero aún así mis manos agarran tensamente las puntas de los descansabrazos sudados mientras veo de reojo un aparato metálico, esbelto y puntiagudo, que se aproxima con precisión abrumadora a mi boca. Llegué temprano y desayuné bien, porque no sé qué pase después. Escucho, porque ya no siento, el frío metal tocando mis huesos. Entonces empieza el calvario: la silueta forcejea con algo dentro de mí que no distingo por la anestesia, pero escucho rechinidos y huelo a sangre, la mía propia, mientras mi cuerpo se pone tieso y se me eriza la piel. Una sensación amarga me invade mientras siento como todo mi cráneo responde suave, adormecido, a la fuerza de los tirones que lo violentan. Pierdo toda mi voluntad mientras el brazo del sujeto de la silueta cambia palanca por pinzas, luego palanca otra vez, al tiempo que escucho gemidos que no son míos. El dolor en el cachete es insoportable y si estiro más las piernas siento que pueden quebrarse en cualquier momento. Sudo. La lucha por extraer el diente, entre claroscuros de luz intensa y sombra, termina pronto, por suerte, y veo el resultado final estupefacto: un monstruo de hueso y sarro y sangre, chato por un extremo y puntiagudo como aguja del otro, que hace unos minutos descansaba pasiblemente en el fondo de mi boca, anclado en su encía. Su lugar ahora lo ocupa un algodón ensangrentado.


* * *

Desde chico y con ciertas personas me pasa algo raro: no importa el estado de la dentadura, que puede ser una sonrisa blanca y alineada o manchada y azarosa, pero al verla me fijo en sus dientes y me imagino todo su cráneo. Siento todo el engranaje de dientes y mandíbulas y oquedades y nariz y redondez de los huesos que subyacen esa cara que, por el momento, parece feliz. Y no sé realmente por qué, pero creo que es porque los dientes son el único hueso que está ahí,
expuesto a la intemperie, visibles para todo el que quiera fijarse en ellos. Los dientes como ventana a lo que nos estructura y nos da sustento ante la gravedad: el esqueleto entero.


* * *

Lo llamaría un vacío dialéctico. Sé que es una mamarrachada pero es así: es una sensación de un objeto que ya no está, que ya no ocupa más el lugar que era suyo por naturaleza. Su presencia se vuelve algo fantasmagórico y omnipresente, como si su aura estuviera aún en donde antiguamente se encontraba pero además hubiera traspasado esa frontera. La dialéctica es por eso, porque es un vacío que se define por la falta de lo lleno, todavía ocupado por eso que ya no es más.


* * *

Sé que he perdido algo, lo siento.

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