31.12.16

Fin de año

Harto ya de tres noches en vela, retozando entre sábanas demasiado suaves como para ser cómodas, a la cuarta noche decidí tomar una pastilla para dormir. Se la pedí a mi madre, que las ha tomado por tanto tiempo que ya no sabe dormir sin ellas. Tomé esta decisión a pesar de saber, porque el puto dolor no me hubiera dejado olvidarme, que tenía una colitis nerviosa y estaba que me llevaba la verga. Grave error. La colitis era producto de muchas cosas que se me juntaron como un tsunami: había vuelto de una estancia maravillosa en Londres; había terminado mi relación más estable y seria; y en casa había un niño, hijo de mi hermana, que recién separada de un católico taurino —de esos de panza, bota y pañuelito-rojo-al-cuello los domingos— había vuelto a casa de mis padres despavorida y con un chilpayate. El niño, o pinche-pingüinito, era monísimo pero el mismísimo diablo. Remilgoso, churretoso, lleno siempre de babas por todos lados, causaba la misma cantidad de angustia que de felicidad. Esta contradicción irresoluble generaba en la casa una tensión que descendía como una niebla gris y espesa que sólo cedía cuando el padre, emperifollado y listo para tomar su apartado de sombra en la Plaza México, pasaba por él los domingos, siempre tarde, apestando a una loción que nadie más que él encontraba placentera.
            Yo mismo estaba desconsolado. No tenía chamba, estaba por cumplir 28 y mis perspectivas de vida eran angostas como banqueta de barrio. Mi novia y yo habíamos terminado de forma violenta y tajante, desesperados, quizás, por comprobar que lo que pensábamos que seríamos como pareja se desmoronaba en la realidad como adobe seco: nada más peligroso que el desengaño. Yo aún la recordaba y sabía, por chismear lo poco que podía, que se había cortado el pelo, que era una melenaza negra que portaba orgullosa y que me hizo saber —el corte, no la melena— que estaba decidida a seguir adelante. Para acabarla de chingar, estábamos en un rancho a las afueras de Zitácuaro, adónde habíamos ido para ver a las mariposas monarcas —un peregrinaje de dos nauseabundas horas, cerro arriba y en un caballo ñango que resoplaba del cansancio y que yo temí podría morir en cualquier momento, despeñándonos a mí y a Israel, el caballerango. El idílico paisaje del rancho-hotel, un bellísimo jardín plantado con oyameles, pinos, liquidámbares y orquídeas rebosantes, se veía interrumpido a cada rato por el ruido de los escapes de los camiones de volteo, que frenaban con motor en la bajada al lado del terreno, inundando el jardín de ronquidos de ogro y humos negros.
            Por mi parte, no sé bien en qué momento quebré, si cuando recibí por correo la noticia de que no había conseguido una chamba que no me interesaba pero me pagaría bien; cuando el pinche-pingüinito se emperró en berrear durante la cena entera, con comensales a diestra y siniestra volteando hacia nuestra mesa como si lo estuviéramos torturando (en ese momento vi a mi hermana desesperada, con media trucha enfriándose en el plato y un niño que rojo rojo se retorcía en su periquera como gusano); o quizás también fue el insomnio de días y la sensación de desolación de encontrarme a los casi 28, con una calvicie avanzada y una panza en cuarto creciente, sentado a la mesa de un hotel disque rústico y más soltero que vendedor de lotería, en una de esas noches sin tiempo entre Navidad y Año Nuevo.
            Lo que sí sé es que el dolor empezó como una leve náusea. Imaginaba una pelota roja tamaño beisbol en mi panza, que se resistía a salir. A mí vomitar siempre me ha parecido una hazaña innecesaria y dolorosa, así que me esperé y por supuesto no dormí nada, sumándole una más a las dos noches anteriores que no había dormido por la pura angustia. Al día siguiente, para no errarle, desayuné casi pura piña, y ya estaba tan mal que cada vez que eructaba me inundaba la boca un leve sabor a tepache. Mi hermana me invitó un masaje que no disfruté porque temía descocerme si me relajaba demasiado, condición necesaria para disfrutar un pinche masaje. Pero estaba agotado y el dolor iba aumentando de a poco, y aunque comí muy sano —taquitos de arroz en un lugar de carnitas— en ningún momento cedió. Para la cena ya era insoportable: una mezcla de gas añejo (¿o era reposado? No sé, pero de color ocre) anidaba en mi intestino a la espera de una operación de fracking que en ese momento suponía, sin equívoco, que me costaría la dignidad entera. Intentando no perder la cabeza, pedí al mesero unas uvitas y un par de manzanas que me hicieron sentir un poco mejor. Pero luego de un rato el dolor embistió otra vez, iracundo y con fuerza, como queriendo reforzar su autoridad, y decidí retirarme a mis aposentos con el Stillnox —la pastilla para dormir— que me había dado mi madre.
Todavía me tomé un tecito de manzanilla y leí un poco, en posición fetal, mientras todo tipo de gases salían expelidos con fuerza de cuanto orificio pudrieran. Agotado, adolorido y consciente de que podría pasar lo peor, ingerí la pastilla como quien cree encontrar la llave de su redención, y, aliviado de por fin encontrar reposo, fui poco a poco sintiendo la mandíbula más relajada, y los pies descontrayéndose, y la panza relajándose (no sin cierto estruendo), hasta que la telaraña del sueño me envolvió con sus hilos de seda en un abrazo fraterno de drogado idilio. Y por fin dormí a pierna suelta como querubín.

A la mañana siguiente desperté con un sobresalto. Descansado y sin mareo, vi cómo la luz dorada del amanecer tropical jugaba al teatro de sombras en las gruesas cortinas blancas de la habitación. El único vestigio de la noche anterior era mi ropa tirada a mansalva alrededor del suelo de barro, y por lo mismo noté con sorpresa y alivio que el grueso del dolor había dado paso a una calma extraña, inquieta pero tímidamente presente. Con somnolencia alcancé mi teléfono de la mesita de noche.
Un pinche mensajito con un pinche meme.
Ocho y media.
Mi familia estaría ya bañada y peinada, y el pinche-pingüinito estaría ya sentadito en su carreola, babeando y echando desmadre.
En todo he sido siempre el último.
Me levanté, me rasqué la nalga y me dirigí al baño, en donde hice un pis amarillento y espeso, de medicina. Me sabía afortunado y descansado —el alivio me recubría como una miel espesa— y volví hacia mi maleta para agarrar unos calzones limpios y una playera. Decidido a que, aprovechando la cercanía con el comienzo del año, arrancaría a partir de ese día una nueva etapa en mi vida —una más madura y con proyectos estables— e intentando además rescatar cierto orgullo de haber podido mantener los ojos cerrados por más de tres horas seguidas, descubrí las sábanas para echarme un clavado hacia la cama y echar la güeva unos quince minutitos más. Total.
            Fue entonces que descubrí con sorpresa las manchitas. En ningún momento dudé de su procedencia: mis peores miedos estaban confirmados. Mi dolor había desaparecido, sí, pero en el camino había tomado consistencia y cobrado factura y a mi cansado cuerpo, drogado y en bello sueño, le había parecido imposible resistirse. Me quité los calzones desanimado y así, como si nada, los tiré a la basura. Y entonces entré a la regadera para dejar que el agua hirviendo me cubriera de pies a cabeza.

Dicen que de los nueve meses que viven las mariposas monarcas, pasan sólo dos como huevo. Si pudiera, yo les diría que yo ya llevo casi 28 años, y que francamente no hay ninguna prisa.