Harto ya de tres noches en vela, retozando entre
sábanas demasiado suaves como para ser cómodas, a la cuarta noche decidí tomar
una pastilla para dormir. Se la pedí a mi madre, que las ha tomado por tanto
tiempo que ya no sabe dormir sin ellas. Tomé esta decisión a pesar de saber,
porque el puto dolor no me hubiera dejado olvidarme, que tenía una colitis
nerviosa y estaba que me llevaba la verga. Grave error. La colitis era producto
de muchas cosas que se me juntaron como un tsunami: había vuelto de una estancia
maravillosa en Londres; había terminado mi relación más estable y seria; y en
casa había un niño, hijo de mi hermana, que recién separada de un católico
taurino —de esos de panza, bota y pañuelito-rojo-al-cuello los domingos— había
vuelto a casa de mis padres despavorida y con un chilpayate. El niño, o
pinche-pingüinito, era monísimo pero el mismísimo diablo. Remilgoso,
churretoso, lleno siempre de babas por todos lados, causaba la misma cantidad
de angustia que de felicidad. Esta contradicción irresoluble generaba en la
casa una tensión que descendía como una niebla gris y espesa que sólo cedía
cuando el padre, emperifollado y listo para tomar su apartado de sombra en la
Plaza México, pasaba por él los domingos, siempre tarde, apestando a una loción
que nadie más que él encontraba placentera.
Yo
mismo estaba desconsolado. No tenía chamba, estaba por cumplir 28 y mis
perspectivas de vida eran angostas como banqueta de barrio. Mi novia y yo
habíamos terminado de forma violenta y tajante, desesperados, quizás, por
comprobar que lo que pensábamos que seríamos como pareja se desmoronaba en la
realidad como adobe seco: nada más peligroso que el desengaño. Yo aún la
recordaba y sabía, por chismear lo poco que podía, que se había cortado el
pelo, que era una melenaza negra que portaba orgullosa y que me hizo saber —el
corte, no la melena— que estaba decidida a seguir adelante. Para acabarla de
chingar, estábamos en un rancho a las afueras de Zitácuaro, adónde habíamos ido
para ver a las mariposas monarcas —un peregrinaje de dos nauseabundas horas,
cerro arriba y en un caballo ñango que resoplaba del cansancio y que yo temí
podría morir en cualquier momento, despeñándonos a mí y a Israel, el
caballerango. El idílico paisaje del rancho-hotel, un bellísimo jardín plantado
con oyameles, pinos, liquidámbares y orquídeas rebosantes, se veía interrumpido
a cada rato por el ruido de los escapes de los camiones de volteo, que frenaban
con motor en la bajada al lado del terreno, inundando el jardín de ronquidos de
ogro y humos negros.
Por
mi parte, no sé bien en qué momento quebré, si cuando recibí por correo la
noticia de que no había conseguido una chamba que no me interesaba pero me
pagaría bien; cuando el pinche-pingüinito se emperró en berrear durante la cena
entera, con comensales a diestra y siniestra volteando hacia nuestra mesa como
si lo estuviéramos torturando (en ese momento vi a mi hermana desesperada, con
media trucha enfriándose en el plato y un niño que rojo rojo se retorcía en su
periquera como gusano); o quizás también fue el insomnio de días y la sensación
de desolación de encontrarme a los casi 28, con una calvicie avanzada y una
panza en cuarto creciente, sentado a la mesa de un hotel disque rústico y más
soltero que vendedor de lotería, en una de esas noches sin tiempo entre Navidad
y Año Nuevo.
Lo
que sí sé es que el dolor empezó como una leve náusea. Imaginaba una pelota
roja tamaño beisbol en mi panza, que se resistía a salir. A mí vomitar siempre
me ha parecido una hazaña innecesaria y dolorosa, así que me esperé y por
supuesto no dormí nada, sumándole una más a las dos noches anteriores que no
había dormido por la pura angustia. Al día siguiente, para no errarle, desayuné
casi pura piña, y ya estaba tan mal que cada vez que eructaba me inundaba la
boca un leve sabor a tepache. Mi hermana me invitó un masaje que no disfruté
porque temía descocerme si me relajaba demasiado, condición necesaria para
disfrutar un pinche masaje. Pero estaba agotado y el dolor iba aumentando de a
poco, y aunque comí muy sano —taquitos de arroz en un lugar de carnitas— en
ningún momento cedió. Para la cena ya era insoportable: una mezcla de gas añejo
(¿o era reposado? No sé, pero de color ocre) anidaba en mi intestino a la
espera de una operación de fracking
que en ese momento suponía, sin equívoco, que me costaría la dignidad entera.
Intentando no perder la cabeza, pedí al mesero unas uvitas y un par de manzanas
que me hicieron sentir un poco mejor. Pero luego de un rato el dolor embistió
otra vez, iracundo y con fuerza, como queriendo reforzar su autoridad, y decidí
retirarme a mis aposentos con el Stillnox —la pastilla para dormir— que me
había dado mi madre.
Todavía me tomé un tecito de manzanilla
y leí un poco, en posición fetal, mientras todo tipo de gases salían expelidos
con fuerza de cuanto orificio pudrieran. Agotado, adolorido y consciente de que
podría pasar lo peor, ingerí la pastilla como quien cree encontrar la llave de
su redención, y, aliviado de por fin encontrar reposo, fui poco a poco sintiendo
la mandíbula más relajada, y los pies descontrayéndose, y la panza relajándose
(no sin cierto estruendo), hasta que la telaraña del sueño me envolvió con sus
hilos de seda en un abrazo fraterno de drogado idilio. Y por fin dormí a pierna suelta como querubín.
A la mañana siguiente desperté con un sobresalto. Descansado
y sin mareo, vi cómo la luz dorada del amanecer tropical jugaba al teatro de
sombras en las gruesas cortinas blancas de la habitación. El único vestigio de
la noche anterior era mi ropa tirada a mansalva alrededor del suelo de barro, y
por lo mismo noté con sorpresa y alivio que el grueso del dolor había dado paso
a una calma extraña, inquieta pero tímidamente presente. Con somnolencia
alcancé mi teléfono de la mesita de noche.
Un pinche mensajito con un pinche meme.
Ocho y media.
Mi familia estaría ya bañada y peinada,
y el pinche-pingüinito estaría ya sentadito en su carreola, babeando y echando
desmadre.
En todo he sido siempre el último.
Me levanté, me rasqué la nalga y me dirigí al baño, en donde hice un pis
amarillento y espeso, de medicina. Me sabía afortunado y descansado —el alivio
me recubría como una miel espesa— y volví hacia mi maleta para agarrar unos
calzones limpios y una playera. Decidido a que, aprovechando la cercanía con el
comienzo del año, arrancaría a partir de ese día una nueva etapa en mi vida —una
más madura y con proyectos estables— e intentando además rescatar cierto
orgullo de haber podido mantener los ojos cerrados por más de tres horas
seguidas, descubrí las sábanas para echarme un clavado hacia la cama y echar la
güeva unos quince minutitos más. Total.
Fue
entonces que descubrí con sorpresa las manchitas. En ningún momento dudé de su
procedencia: mis peores miedos estaban confirmados. Mi dolor había
desaparecido, sí, pero en el camino había tomado consistencia y cobrado factura
y a mi cansado cuerpo, drogado y en bello sueño, le había parecido imposible
resistirse. Me quité los calzones desanimado y así, como si nada, los tiré a la
basura. Y entonces entré a la regadera para dejar que el agua hirviendo me
cubriera de pies a cabeza.
Dicen que de los nueve meses que viven las mariposas
monarcas, pasan sólo dos como huevo. Si pudiera, yo les diría que yo ya llevo
casi 28 años, y que francamente no hay ninguna prisa.