(Publicado originalmente en la Revista Animal no. 23, disponible en esta liga)
I
Despertar y que el sol entre dorado por la ventana,
que huela a tierra húmeda y suenen pájaros. Asomarse por la ventana y que todo
alrededor sea verde y que la tormenta de la noche anterior sea ya un rumor que
solo se adivina por las hojas tiradas en el pasto; que el desayuno esté
preparado y que huela a café y a tortillas en el comal. Salir y que las
baldosas de barro estén frescas al contacto con los pies descalzos y que ya haya
alguien que espera sonriente en la mesa de herrería que está en la terraza,
blanca e iluminada por el reflejo del sol que pega escorzado en la alberca.
Sentarse a la mesa y saber, en ese instante en que te dejas abrazar por la
mañana, que te queda todo el día por delante todos los días por delante, y que no tienes nada que hacer más que
sentarte en esa silla de mimbre, o echarte en esa hamaca de hilo blanco que
cuelga ahí, límpida, a la espera de que decidas usarla. Acá eres tú y el tiempo
y un libro, ven, y el olor a cloro del
frío-aro-de-agua-fría que se ajusta a tu cuerpo mientras te sumerges, lento,
para quitarte el calor de medio día. Después será un gin tonic o una cerveza y
un guacamole mientras tus pies sienten el pasto gordo y recién podado del
jardín, pero ahora el tiempo es tuyo y en ningún lugar hay ciudad, gracias adiós, y la carretera es un mal
necesario pero que por suerte existe afuera de este tiempo.
Desde dentro del agua ves al perro
venir, moviendo la cola con gracia, y sabes que no importa más nada.
II
Pasé mucho tiempo en Cuernavaca pero no de niño y porque
mi tía tuviera casa sino porque sobre eso hice mi tesis, a la cual por solemne
le puse un título largo y aburrido pero que en realidad debió llamarse Paraíso Perdido. A cualquier persona que
le contaba que hacía mi tesis sobre esa ciudad o me preguntaba que qué hacía
ahí o me decía qué rico, imaginando quién
sabe qué. Pero ese tiempo no lo pasé en los jardines ni en las piscinas sino en
la ciudad real, esa de camiones que se llaman rutas y pavimentos que cuecen las suelas de los zapatos; en esa
Cuernavaca citadina y subdesarrollada a la que nadie le hace caso porque en
materia urbana lo importante es resolver los carriles de bicicleta en la
Condesa.
La tesis era divertida porque la idea
surgió a partir de dos preguntas que le hice a algunos guayabos como parte de un experimento más grande, que por supuesto
falló, pero que me dejó las cosas más claras. La primera pregunta era que me
dijeran la primera palabra que les venía a la mente cuando pensaban en
Cuernavaca, y la segunda era que me dijeran, igual en una palabra y sin
pensarlo mucho, cómo describirían el estado
físico de la ciudad. A la primera, sin sorpresa alguna, todos contestaban
variaciones de paraíso, jardín o primavera. Para la segunda las respuestas
fueron menos entusiastas. El consenso se estableció entre tráfico, basura y
caos.
Vaya imagen de paraíso bucólico echado a
perder.
III
Para llegar a Cuernavaca desde la Ciudad de México es
necesario bajar por la ladera sur de la sierra del Ajusco Chichinautzin, en una
autopista que serpentea delicadamente por las faldas de los cerros que caen
hacia el valle de Morelos, unos mil quinientos metros más abajo. Durante el
descenso es posible observar el paisaje que se extiende hacia el sur como una
sábana tirada al sol: de un lado se asoma Tepoztlán bajo la presencia ominosa
del Tepozteco, por otro los cerros que corren hacia Guerrero y que se parten en
algún punto para dar lugar al telenovelesco Cañón de Lobos, y finalmente, hacia
el poniente, Cuernavaca misma, que a la distancia se antoja plácida y bañada de
luz, como si ella misma ya estuviera echada en una tumbona.
El horizonte lo va tapando cada tanto la
vegetación, que a la salida de la Ciudad de México se conforma de pinos,
oyameles y matorrales pero que poco a poco va cediendo ante los tabachines,
jacarandas y bugambilias que caracterizan a la taxonomía de su contraparte
morelense, y que se benefician del clima, mucho más cálido que el del valle del
Anáhuac, para vestir con sus brillantes colores de mala acuarela a las calles y
jardines de esta ciudad. Así, después de este preludio casi fantástico y
fincada entre barrancas, un clima paradisíaco y flores de ornato, Cuernavaca y
sus alrededores son ese Gran Otro del chilango promedio, ese paraíso perdido
que tuvimos que abandonar en algún tiempo mitológico para ceder ante las
presiones de la vida metropolitana, que por suerte nos regala los fines de
semana para regresar como peregrinos, como ciegas criaturas primigenias y sin
rumbo, a la madriguera tropical que es su sol y su pasto y su eterno olor a
cloro y barro húmedo.
IV
Pero la Cuernavaca que se extiende afuera de los
jardines es un laberinto en el que uno sube y baja y da vueltas y parece volver
al mismo pinche lugar cada vez que se tiene la desdicha de pasar más de diez
minutos en el coche. Llegar al centro, que ha quedado en el extremo poniente de
la ciudad, es un viaje anárquico que hasta los mismos guayabos evitan. En cambio, los lugareños prefieren ir a los malls
con aire acondicionado que se extienden a lo largo de la Autopista del Sol, que
lejos de ser el libramiento que haría más eficiente el tránsito entre la Ciudad
de México y Acapulco, se ha convertido en el eje principal de la capital
morelense.
Hoy la ciudad tiene más de 800 mil
habitantes y pocos parques públicos. Tiene, en cambio, cinco municipios, un
parque industrial (CIVAC), hoteles muy fresas y un alto índice de secuestros.
También es sede de CAPUFE (Caminos y Puentes Federales), con lo cual el gobierno
federal pretende demostrar el descomunal esfuerzo que ha emprendido por
descentralizarse. En cuanto a instalaciones culturales cuenta con las tres
películas del cine Morelos, el espléndido Jardín Borda, el maravilloso Jardín
Botánico de Acapantzingo (donde hubiera vivido la emperatriz Carlota si Juárez
no hubiera fusilado a Maximiliano) y, recientemente inaugurada, la Tallera de
Siqueiros, entre algunas otras.
Acá no se invierte en literatura, me
decía para mi tesis un escritor bonachón que, aferrado bohemio, usaba boina
negra y foulard en los módicos 27º celsius de una mañana de febrero cualquiera.
Acá nadie es Octavio Paz, decía sin ironía. Me lo contaba, sudando, en el café
Alondra, uno de los pocos establecimientos que han pretendido devolverle a
Cuernavaca un poco de la vie bohème de
antaño, esa que ya nadie sabe si de veras existió en algún momento pero que
todos dicen que sí y que hay que recuperarla. Make Cuerna picturesque again. Sentados frente a la siempre espectacular
catedral, la plática me dejó claro que la provincia existe porque existe el
centro: la Ciudad de México es un monstruo que consume todo y que no deja nada más
para nadie.
V
Quizás a sabiendas de esto, en Cuernavaca se invierte
en infraestructura pública cultural. Se construyen el auditorio estatal Teopanzolco,
el centro comunitario Los Chocolates y el museo Juan Soriano; y se rehabilita
el antiguo delfinario del paradisiaco parque Chapultepec para convertirlo en un
centro cultural con galería de arte y sala de cine. Se pretende con esto
fomentar la vida pública, ofrecer a la nueva generación de la intelligentsia arquitectónica nacional
un escaparate para dotar de monumentos públicos a la ciudad, y, con suerte, a
invitar a los chilangos tras-de-muros a salir a convivir con los cuernavacences
en un festival de intercambios fructíferos y sin rencores.
El
auditorio Teopanzolco es proyecto de Productora e Isaac Broid, y pretende
ofrecer un espacio para conciertos, danza y teatro (tradicional y experimental)
enfrente de las pirámides del mismo nombre. (Si se logra transgredir las
barreras de la burocracia, éstas estarán abiertas al público por el mismo
precio del boleto.) Las formas triangulares de sus volúmenes, junto con los
materiales y los usos propuestos, hacen de este proyecto una fina mezcla entre
los noruegos Snøhetta y las técnicas constructivas y formas tradicionales. Los
gruesos muros de concreto le hacen un guiño a lo mejor de Teodoro González de
León pero sin caer en halagos, y su azotea transitable y amplio vestíbulo
relacionan visualmente al auditorio con las pirámides —un gran acierto.
Por
su parte, el museo Juan Soriano es obra de Javier Sánchez, que por primera vez
hace un recinto de este tipo. Albergará el archivo y la colección del artista
tapatío, organizará exposiciones de arte contemporáneo y abrirá un jardín
escultórico público al tradicional barrio de Amanalco. Su morfología, una serie
de cubos blancos deconstruidos que flotan por encima de una plataforma que hace
las veces de vestíbulo, es, aunque muy buena, una iteración más de los museos
proyectados en los últimos años en Iberoamérica —pienso en el barcelonés MACBA
de Richard Meier, el Jumex de David Chipperfield o en el MALBA, en Buenos
Aires, de los argentinos Gastón
Atelman, Martín Fourcade y Alfredo Tapia.
Seguramente será un museo al que habrá que seguirle la pista.
De menor trascendencia pero igual
importancia, en el popular barrio de la Carolina se llevan a cabo las obras de
los Chocolates, un centro comunitario que entre muchas otras cosas ofrecerá
talleres de artes y oficios a los habitantes de los alrededores.
Finalmente,
la apertura de la galería Barranca en el parque Chapultepec se da luego de una
sencilla intervención arquitectónica que recuperó el antiguo delfinario del
parque —una versión muy disminuida y ochentera del Sea World de San Diego—, y que luego de
limpiarlo ha generado amplios espacios de exposición en lo que fueran los
tanques y refrigeradores de los delfines. Esto, junto con la limpieza de las
aguas del parque, seguramente harán de este sitio un lugar muy digno para
visitarse.
VI
El domingo, por ejemplo, y el recuerdo de infancia de
una comida en Cuerna. Un solazo. Para llegar necesitaron un mapa dibujado a
mano que tus padres revisaron quince veces mientras se peleaban con las
intermitentes puestas, a un costado de la carretera, en la que entre moscas y
bajo un toldo rosa fosforescente vendían tacos de cecina. Tú todo lo ves desde
el asiento trasero, queriendo quitarte el cinturón pero sabiendo que tu madre
puede darse cuenta y entonces te regañará. Nomás de pensarlo te pone incómodo.
Ya en la comida y después de saludar a
todos entre nervioso y emocionado —consciente, además, de que la ropa que traes
puesta no te sienta bien,— te ponen en la mesa de los niños, en donde hay una
chica que te sonríe. Eres tan niño que no sabes bien qué significa, aunque igual
sientes algo en la panza que se extiende como ola hasta llegar a los dedos y
que te obliga a perseguirla hasta alcanzarla cuando se arman la trais. Una vez que la atrapas, claro, ninguno
de los dos sabe bien qué hacer, y para aliviar la tensión ambos ríen de
desconcierto.
Del otro lado están tus padres y sus
amigos tomando cerveza y cagándose de risa de cosas que uno no entiende. No te
hacen caso pero hay chicharrón y salsas en vasitos de plástico que pican más de
lo que aguantas, y comes poco y dejas medio taco de nopal asado en un plato de
plástico en la mesa. Juegas después a las escondidillas o a al un dos tres
calabaza y quizás te metes a la piscina, en donde hay una pelota de plástico,
mientras que el más chico de todos llora porque se le subió una hormiga de esas
rojas y cabronas que muerden con mandíbulas viciosas. Te diviertes y te cansas
pero sabes que nomás caiga la noche te subirás al coche, insolado y después de comentarios
incómodos, y tendrás que aguantar una hora y media de carretera oscura,
pensando que mañana vuelves a la escuela.
No volverás a ver a esos otros niños
nunca más y eso también lo sabes, y aunque quisieras quedarte con ellos te
subes cabizbajo y resignado al coche, que echa de reversa por una cochera de
grava. En realidad la escuela no te molesta tanto, pero te horroriza la idea de
regresar al lunes de honores a la bandera y tomar clases y saludar a todos y
saber que estarás con la cabeza todavía en la comida, pensando en ese perro de
pelo corto y los codos pelados a la orilla de la carretera. Todo esto te inunda
de una melancolía que aún eres muy joven para entender, pero también entiendes
perfectamente que tienes que olvidarte pronto porque ya será lunes y el domingo
habrá quedado atrás y también que a nadie le interesa tu fin de semana.
En la carretera, como ya todo está
oscuro, lo único que ves por la ventana son las siluetas de los árboles y los
fantasmitas que iluminan los faros del coche. Tu hermana duerme y tus padres
están en silencio. Te acuerdas de la niña de las trais y suspiras. El vaho se queda por poco tiempo en la ventana.
VII
Ya desde que hacía mi tesis y me presionaban con
hacer un proyecto arquitectónico que al final no hice, pensaba yo que a
Cuernavaca no le vendrían mal algunos edificios públicos grandes, que le dieran
cierta presencia en la zona y, sobre todo, que ayudaran a orientar a los
visitantes. Quizás con estas obras lo consigan, y puedan armar algunas
exposiciones o conciertos que saquen a la gente de Galerías Cuernavaca para
hacer una vida más de calle, más urbana y con mejor espacio público.
No
sé qué futuro les depare a estas obras, pero yo espero que uno prometedor. Me
imagino que se llenarán de guayabos
emperifollados y tropicales y chilangos en flip flops y bermudas, pero por lo
menos harán que de Cuerna se digan otras cosas. ¿Viste que tocó Alondra de la Parra en el Teopanzolco?, se
escuchará en las casas más finas de las Lomas, y habrá que sentirse orgullosos.
VIII
Con un tacuchín deshilachado me recibe el viejo gerente
del Marco Polo, un restorán de comida italiana que pasó de ser muy tradicional
al abandono de servir un pomodoro que, sospecho, está hecho con salsa de
tomates La Costeña. Iba ahí de niño con mis padres pero hace años que no voy, y
vuelvo a descubrir que no hay nadie. Nosotros nos dedicamos al turismo de paso,
me dice Don Eustaquio, el gerente, volteando hacia la catedral con una mirada
que deja entrever cierta nostalgia. Debería, pero después de mis pinchísimos
ravioles no me llega a provocar tanta lástima. Antes la gente se quedaba más,
continua, pero ahora bajan en camionetas en camino a Acapulco o a Taxco y acá solo
se quedan un rato.
Desde mi mesa en la terraza observo el
panorama. Es un día azul brillante y la catedral se ve fenomenal. Al fondo de
la calle Hidalgo, el Palacio de Cortés se levanta con su sobria y elegante
presencia. Entonces llega una Eurovan blanca de la que bajan unos 8 gringos
(esto lo supongo porque usan bermudas beige, sombreros de paja y tenis
insoportablemente blancos), y entran a la catedral. Don Eustaquio los mira
quieto, sin suspiro.
Resulta
que el promedio del tiempo de estancia en hoteles de Cuernavaca es bajísimo (1.3
noches contra las 5 de Acapulco), y que su porcentaje de ocupación (camas
ocupadas cada noche) es mucho menor al nacional. Y no es que Cuerna no sea
atractiva. Las autoridades suponen que un fin de semana cualquiera llegan
alrededor de 1.2 millones de chilangos a sus casas de fin de semana. El
problema es justamente ese: los chilangos no van a la ciudad, van a encerrarse.
El resto, como los gringos de la Eurovan, pasan a ver dos o tres cosas y luego
se van a sitios más pintorescos, como Tepoztlán o Taxco. Lo cierto es que hoy
Cuernavaca es una ciudad que entre semana se siente fantasma y los fines de
semana reboza de gente.
¿Qué pensará Don Eustaquio de las nuevas
obras? ¿Volverán al Marco Polo los tomates frescos de antaño gracias a ellas, o
estará destinado a la ignominia de los productos industriales baratos y el
turismo de paso? A saber.
IX
Todo guayabo
sabe que a un chilango se le reconoce porque es el único que va en traje de
baño al super. Todo chilango sabe que los guayabos
son chilangos emigrados.
X
Soñé con un festival. Entre los muros que parecían de
tierra y bajo una luna llena como perla, una serie de bandas escolares de
Tetela del Volcán amenizaban una fiesta donde convivían todos: gente de todas
clases sociales, chilangos bien vestidos, revolucionarios con fusil, chinelos y gringos sin huaraches. Todos
bailaban al son de la música de las bandas mientras, detrás de la fogata que
cubría la escena entera de una luz cobriza, veía desfilar a todos los
personajes que alguna vez pasaron por Cuernavaca. Pasaban Malcom Lowry y Erich Fromm,
Ivan Illich y Paulo Freire, y Zapata bailaba danzón con el sah de Irán, que
estaba vivo y radiante y sin fatua. Rodolfo Stavenhagen observaba todo,
riéndose del espectáculo con esos ojos de bueno que siempre tuvo.
Me
alejaba y me daba cuenta que en la ciudad ya no había muros sino puros jardines
con fuentes y bugambilias y olor a azahar y jazmín, y las jacarandas eran
moradas y los tabachines rojos. No hacía falta bajar a las cañadas porque podía
uno brincar y llegar al fondo y volver a salir con una gracia circense mientras
que las pirámides de Teopanzolco, iluminadas a lo lejos por la fogata, se
burlaban del palacio de Cortés, que quedaba en ruinas detrás de esta noche que
era magnífica. Y de lejos llegaba el rumor de que la antigua Tenochtitlán había
caído, pero no era un reino extranjero el que la había derrotado sino su propio
crecimiento voraz y descontrolado, y sonaban risas porque sabíamos que lo que
quedaba delante de todos nosotros era un futuro promisorio y soberano.
Al
final de mis andanzas llegaba a un jardín, el más hermoso de todos, y en el
fondo veía a Maximiliano y a Carlota, jóvenes, enamorados entre ellos y también
del país que tenían enfrente, y mirándose a los ojos se tomaban de las manos y
se daban un suave beso que culminaba en un silencio total. Y bajo la luz de la
luna que iluminaba todo con la suave luz de la seda, oía a Carlota decir: no
nos equivocamos, mi vida, esto es realmente el paraíso.