Una visita al Banco de Inglaterra
De las experiencias más inglesas que
uno puede tener en la muy real e insigne capital inglesa, podemos contar, sin
duda, con la de tener acceso al Banco de Inglaterra. La experiencia es
irrepetible porque es como entrar en una cápsula de tiempo, como adentrarse en
ese armario de abuela que siempre vimos en las películas de época y que aunque
sabemos que nunca fue la nuestra, siempre la quisimos
tener. Y es que, situado en el corazón de la City, centro financiero del que
fuera a su vez el centro del mundo, el elegante palacio de mármol que sirve de albergue
a esta innoble institución parece totalmente fuera de lugar.
Rodeado de los
edificios-de-cristal más altos de Europa, este monumento a la institución
imperial se desplanta solemne pero sólido entre las estrechas calles que lo
rodean. Pero no se hace pequeño ante sus monumentales y muy gandallas vecinos,
puesto que mientras éstos permiten un asomo a su interior, este gigante blanco
de apellido extranjero no invita a la más mínima interacción con la ciudad que
lo rodea. Sus muros parecerían impenetrables si no es porque un portal dórico,
de una altura tan alta que hace que uno comprenda el peso de la libra, abre sus
puertas imponentes, retadoras, hacia la calle.
Al traspasar este
vestíbulo, lejos queda ya la vorágine del neoliberalismo y sus secuaces, todos
trajeados-engominados-y-con-prisa; atrás queda cualquier vestigio de
contemporaneidad, sea ésta representada por un teléfono móvil, un cajero
automático, o una persona de cualquier
otro color. No, aquí en el edificio que por fuera era blanco pero por
dentro es oscuro como su pasado, lo primero que se respira es un aire
apolillado pero fresco, inunda a la piel una sensación ajena por lo fría, y a
uno lo recibe un hombre muy blanco y muy inglés con un sombrero bombín, un pantalón
a rayas y, no miento, un chaleco morado.
(No crea el lector que el
acceso a este monumental recinto es cosa fácil. Si su servidor entró es porque
su tía, despistada pero siempre muy amable, le regaló un billete de unas nada
despreciables veinte libras, que de tan viejas solo las aceptaban ahí.
Mostrarlas fue mi pasaporte de entrada —y no una credencial, o pasaporte, que
tendría mucho más sentido. With money
dances the dog, as the old saying goes.)
El inglés del chaleco
morado procedió a señalarme un pasillo por el cual, entre estatuas de nobles
que desconozco, rebotaría el eco de mis pasos titubeantes, tímido como es uno
ante tal opulencia. Al final de este corredor, una gran y pesada puerta de
roble me permitió el paso a un cuarto de magníficas proporciones, coronado con
las cúpulas más elegantes que haya yo visto jamás. Detrás de los mostradores de
caoba oscura que alineaban el extremo sur de este salón, con vidrios de
seguridad de marcos dorados y montones y montones de papeles a sus espaldas,
una serie de empleados con el bigote perfectamente recortado y uniformados con
un chaleco esta-vez-negro firmaban recibos para transacciones que, en vista de
la concurrencia, solo fantasmas del pasado podrían solicitar, mientras yo,
conmovido ante tal espectáculo, me aproximé a uno que amable me sonreía.
Su “good day sir” me
recordó a Churchill y su eficiencia a la nefasta Thatcher y, cinco minutos
después, habiendo contestado que prefería dos billetes de a diez, maravillado con lo que acababa de ocurrir y
preguntándome sobre la veracidad de lo que acababa de presenciar, me despedí
del portero de chaleco morado que, encantado, elevó su sombrero bombín.
Jolly nice, me dije
sonriendo, al recibir mi primera bocanada del aire frío pero denso de la metrópoli
contemporánea. Y entre los coches cromados y los cafés de oficinistas, entre
los vidrios transparentes y los interiores ascéticos de los edificios de los
alrededores, procedí a una piterísima tienda de souvenirs, atendida por un
sonriente inmigrante paquistaní, a patearme mi lana en una pequeña pero
costosísima Union Jack, con todo y su basecita dorada, pa que no se caiga nunca.