8.3.17

Cartas del imperio

Una visita al Banco de Inglaterra

De las experiencias más inglesas que uno puede tener en la muy real e insigne capital inglesa, podemos contar, sin duda, con la de tener acceso al Banco de Inglaterra. La experiencia es irrepetible porque es como entrar en una cápsula de tiempo, como adentrarse en ese armario de abuela que siempre vimos en las películas de época y que aunque sabemos que nunca fue la nuestra, siempre la quisimos tener. Y es que, situado en el corazón de la City, centro financiero del que fuera a su vez el centro del mundo, el elegante palacio de mármol que sirve de albergue a esta innoble institución parece totalmente fuera de lugar.
Rodeado de los edificios-de-cristal más altos de Europa, este monumento a la institución imperial se desplanta solemne pero sólido entre las estrechas calles que lo rodean. Pero no se hace pequeño ante sus monumentales y muy gandallas vecinos, puesto que mientras éstos permiten un asomo a su interior, este gigante blanco de apellido extranjero no invita a la más mínima interacción con la ciudad que lo rodea. Sus muros parecerían impenetrables si no es porque un portal dórico, de una altura tan alta que hace que uno comprenda el peso de la libra, abre sus puertas imponentes, retadoras, hacia la calle.
Al traspasar este vestíbulo, lejos queda ya la vorágine del neoliberalismo y sus secuaces, todos trajeados-engominados-y-con-prisa; atrás queda cualquier vestigio de contemporaneidad, sea ésta representada por un teléfono móvil, un cajero automático, o una persona de cualquier otro color. No, aquí en el edificio que por fuera era blanco pero por dentro es oscuro como su pasado, lo primero que se respira es un aire apolillado pero fresco, inunda a la piel una sensación ajena por lo fría, y a uno lo recibe un hombre muy blanco y muy inglés con un sombrero bombín, un pantalón a rayas y, no miento, un chaleco morado.
(No crea el lector que el acceso a este monumental recinto es cosa fácil. Si su servidor entró es porque su tía, despistada pero siempre muy amable, le regaló un billete de unas nada despreciables veinte libras, que de tan viejas solo las aceptaban ahí. Mostrarlas fue mi pasaporte de entrada —y no una credencial, o pasaporte, que tendría mucho más sentido. With money dances the dog, as the old saying goes.)
El inglés del chaleco morado procedió a señalarme un pasillo por el cual, entre estatuas de nobles que desconozco, rebotaría el eco de mis pasos titubeantes, tímido como es uno ante tal opulencia. Al final de este corredor, una gran y pesada puerta de roble me permitió el paso a un cuarto de magníficas proporciones, coronado con las cúpulas más elegantes que haya yo visto jamás. Detrás de los mostradores de caoba oscura que alineaban el extremo sur de este salón, con vidrios de seguridad de marcos dorados y montones y montones de papeles a sus espaldas, una serie de empleados con el bigote perfectamente recortado y uniformados con un chaleco esta-vez-negro firmaban recibos para transacciones que, en vista de la concurrencia, solo fantasmas del pasado podrían solicitar, mientras yo, conmovido ante tal espectáculo, me aproximé a uno que amable me sonreía.
Su “good day sir” me recordó a Churchill y su eficiencia a la nefasta Thatcher y, cinco minutos después, habiendo contestado que prefería dos billetes de a diez, maravillado con lo que acababa de ocurrir y preguntándome sobre la veracidad de lo que acababa de presenciar, me despedí del portero de chaleco morado que, encantado, elevó su sombrero bombín.

Jolly nice, me dije sonriendo, al recibir mi primera bocanada del aire frío pero denso de la metrópoli contemporánea. Y entre los coches cromados y los cafés de oficinistas, entre los vidrios transparentes y los interiores ascéticos de los edificios de los alrededores, procedí a una piterísima tienda de souvenirs, atendida por un sonriente inmigrante paquistaní, a patearme mi lana en una pequeña pero costosísima Union Jack, con todo y su basecita dorada, pa que no se caiga nunca.