Publicado originalmente en el número especial de conmemoración de los diez años de la designación de la Ciudad Universitaria como Patrimonio Mundial de la Humanidad que lanzó la Revista de la Universidad en diciembre de 2017.
Quizás no haya personaje literario que mejor encarne las
contradicciones de la modernidad que el Fausto de Goethe. Según el filósofo
americano Marshall Berman, esta obra muestra el paso entre un orden social
basado en el misticismo y las relaciones jerárquicas de la realeza y la
sujeción, al mundo desmitificado en el que las acciones son pautadas por la
razón —encarnada en la ciencia y la técnica— y los individuos libres. Para
Berman, el Fausto de Goethe no busca nada en particular al negociar su alma
—como dinero o poder— sino que busca su propio lugar en el mundo. Así, Fausto
es un individuo moderno e ilustrado que, inmerso en un momento histórico previo
y tradicionalista, invoca a Mefistófeles para transformar al mundo y mostrarle
el camino del conocimiento y la razón, a los cuales él ha tenido acceso por su
posición social privilegiada. Sin duda algo novedoso para aquella época, la
tragedia de este personaje es que, poco a poco y mientras más confianza
adquiere en sí mismo, su recorrido va destruyendo el mundo anterior —aquel que
él pretendía salvar del oscurantismo. Esta destrucción da paso a un mundo
nuevo: uno organizado bajo la lógica de la repartición laboral, eficiente y
tecnificado, pero al mismo tiempo —y a costa de un gran costo humano— alejado y
contrario a aquel pasado que, a la distancia, se antoja idílico.
Para Berman, esta espiral dialéctica es
precisamente el dilema que plantea la modernidad: su rápido desarrollo termina
siempre y de forma violenta con lo que la antecede, y no se puede pensar en la
estasis: la modernidad es, hasta cierto punto, un proyecto de crisis constante.
Bien lo decía Walter Benjamin, todo documento civilizatorio es al mismo tiempo
un documento de barbarie.
Pero hubo algún tiempo en donde el
proyecto moderno tenía vigencia como posibilidad de futuro. La utopía del
progreso, se creía, estaba al alcance de la mano: sólo había que producirla.
Para lograrlo, se pensaba entonces, había que desarrollar y fomentar el
conocimiento, y se debía velar por el crecimiento integral de los ciudadanos,
todo bajo el manto protector de un estado nación que dejaba detrás su confuso
pasado —el siglo XIX mexicano y su conclusión, el profiriato— para, con una
guerra civil a cuestas, unirse con brío a los aires de cambio que soplaban
desde el norte. Así, México entraba en la década de 1950 con un estado financiera
y políticamente sólido, una revolución social ya institucionalizada después de
décadas de inestabilidad política, y una población mayoritariamente joven y que
aún no rebasaba los 30 millones. Su ciudad capital crecía rápidamente y
abandonaba su núcleo histórico, tomando ventaja de las posibilidades que daban
los amplios terrenos planos de la cuenca circundante. Este paso forzado cubría
de smog el paisaje idílico de los lagos, pero también parecía superar al
desigual orden decimonónico con la implantación de un nuevo pacto social, en
donde el estado se encargaría del bienestar de su ciudadanía: educación,
trabajo y progreso.
Al mismo tiempo, importadas de Europa
pero discutidas desde lo local, las escuelas de arquitectura difundían las
ideas del movimiento moderno, que prometían, entre utopías de funcionalidad,
aire libre y transportes modernos, poner un freno a las disidencias políticas
(Le Corbusier dixit). La Universidad Nacional, que no era ajena a estas
corrientes, no desaprovechó el momento y se sumó a la coyuntura para salir de
los vetustos edificios que la albergaban en el centro del Distrito Federal y
ocupar así los terrenos pedregosos y alejados de la vida urbana en donde haría
realidad su utopía propia: la Ciudad Universitaria. La obra, que hoy festejamos
como patrimonio, comenzó en 1950 y culminó cuatro años después. El tiempo
récord de construcción en los terrenos otrora ejidales se debe en gran parte a
la organización y supervisión de Carlos Lazo Barreiro, quien a sus 36 años fue
nombrado Gerente General de Obras del proyecto.
En la modernidad mexicana, nadie encarna
mejor al personaje faustiano que Lazo, arquitecto y secretario de
Comunicaciones y Obras Públicas hasta su prematura muerte, el 5 de noviembre de
1955, en accidente aéreo. Nacido en la capital mexicana en 1914, hablar de
Carlos Lazo es hablar de un hombre que creyó en el proyecto moderno, quizás
porque el tiempo histórico en que le tocó vivir permitía tan arrebatado
optimismo. “Nuestra época”, escribe en la revista Arquitectura México siendo
secretario de obras públicas, “demanda ya un equilibrio entre el atraso social
y el formidable progreso de la técnica y de la industria.” Asimismo, pensaba que este
abismo podría ser cubierto por una fuerte inversión y planificación en
infraestructura, en educación y en tecnología. Para Lazo, no era sino a través
de conocer y de tener “una visión conjunta de los problemas del mundo” como podríamos llegar a
cosechar los frutos de aquel futuro promisorio. Muchos de sus proyectos, como
la creación de una red de transportes que uniera a los países del Caribe y el
Golfo de México,
quedaron truncos tras su muerte.
Hijo del renombrado arquitecto Carlos
María Lazo, quien fuera parte del grupo que junto con Justo Sierra fundó la
Universidad Nacional, Carlos Lazo decide estudiar arquitectura en la Escuela
Nacional de Arquitectura, en donde su padre daba cátedra. Fue también alumno de
profesores como Federico Mariscal y José Villagrán, grandes exponentes de la
modernidad mexicana, de los cuales aprendió, seguramente, la doctrina del
funcionalismo. Como tesis propone un plan para desarrollar el Valle del
Mezquital, en Hidalgo, y al titularse, en 1938, comienza a trabajar con Carlos
Obregón Santacilia, prolífico arquitecto con proyectos de toda índole. Además,
Lazo intenta una carrera propia que lo ve ganar concursos para hoteles en
Acapulco, proyectar edificios de departamentos en la zona céntrica de la Ciudad
de México y construir la sede del Banco de México en Veracruz, hito moderno del
puerto y, junto con sus otras obras, un proyecto de gran calidad formal y
espacial.
Pero la carrera
del joven Lazo no se centró solamente en la arquitectura, sino que desde un
inicio procuró hacer más —como un Fausto del altiplano se propuso
planear, desarrollar, hacer crecer, modernizar. Su primer trabajo de
gran envergadura llegó cuando se empezó a construir la Ciudad Universitaria, el
gran proyecto de infraestructura del sexenio alemanista, en el cual tuvo un
papel central de 1950 al 1952, como responsable de coordinar las entregas de
materiales y los plazos de construcción, entre muchas otras cosas. Por si fuera
poco, Lazo también fue el encargado de establecer los lineamientos para la
temática de los murales que engalanarían la arquitectura de líneas rectas. Los
requisitos eran sencillos: los murales debían representar “la nacionalidad
mexicana forjada por la Universidad; o bien, la patria mexicana, unida y libre,
surgiendo de la acción de la Universidad.” Además, debía representarse el
“paisaje mexicano, la idiosincrasia indígena, lo característico español y lo
distintivo mestizo para formar lo genuinamente mexicano”; al tiempo que se
exaltasen “los valores positivos, quedando excluidos todas las ideas y
representaciones que pudieran despertar sentimientos de muerte, destrucción,
guerra, odio o desprecio a otras gentes, pueblos o clases sociales.” Esta conjunción entre un
proyecto moderno y unificador, aunada al uso de sus superficies para plasmar un
mensaje de corte nacionalista, ha llevado a algunos a sugerir una filiación
vasconcelista de Lazo: un hombre culto, con una
idea clara de nación, dispuesto a usar los medios de los que disponía para
llevarla a cabo.
Este ímpetu desarrollista no pasó
desapercibido, y en 1952, el antiguo Secretario de Gobernación de Miguel
Alemán, Adolfo Ruíz Cortines, nombra a Carlos Lazo como Secretario de
Comunicaciones y Obras Públicas cuando asume la presidencia de la república.
Así, con tan sólo 38 años, Lazo se convierte en el primer arquitecto en ser
ministro de estado. Desde aquí, Lazo puede finalmente estar a cargo del
desarrollo de la infraestructura nacional, en una época en donde el país crecía
a pasos agigantados. Lazo encarga entonces una nueva sede para la secretaría
—en donde invita a Juan O’Gorman a seguir con su proyecto muralístico— además
de innumerables proyectos carreteros, hidráulicos y petroleros. Sin embargo, su
ilustre carrera —la cual muchos veían culminando en la presidencia— se truncó
por su trágica muerte, a la edad de 41 años, y a sólo tres años de haber
asumido la secretaría, cuando el avión en el que viajaba a supervisar los
avances de la carretera Acapulco-Zihuatanejo se desploma en la neblina matutina
del Lago de Texcoco. La máquina, que tanto hubiera promovido Lazo en vida, fue
la que lo llevó prematuramente a su muerte.
Las obras de Lazo son hoy día un vestigio
de lo que pudo haber sido. El centro SCOP, ya fuertemente afectado por el sismo
de 1985, será demolido después de los estragos que le infligió el de 2017,
mientras que sus proyectos en Acapulco han desaparecido y la sede del Banco de
México en Veracruz pasó a manos de la paraestatal Pemex. Al mismo tiempo, el
estado mexicano ha abandonado el discurso post-revolucionario en favor de un
modelo en el que su papel es menos explícito, y en el que proyectos como los que
encargara Lazo parecen distantes. Así, cabe la pregunta de qué nos dice hoy día
el término “patrimonio moderno”.
Si usamos la acepción más común de la
palabra moderno, hablar de “patrimonio moderno” suena, hasta cierto punto,
contradictorio, pues el hecho de asignar un aura sacra a lo muy reciente parece
sugerir que hemos renunciado a aceptar el tiempo actual como lo-presente, y en
vez de eso optáramos por vivir en una especie de tiempo sin recorrido,
observando sólo los vestigios de aquel momento en donde fuimos conscientes de
las posibilidades del tiempo futuro, como lo fue la visión planificadora de
Lazo. Parece, también, decirnos que la misión moderna ha llegado a su fin —¿si
no fuese éste el caso, entonces por qué convertirla en un objeto de museo?— no
porque haya cumplido sus promesas sino simplemente porque el modelo que
instauró fue insuficiente, o quizás porque ya no podemos plantearnos esos
mismos objetivos. Así, hablar de patrimonio denota cierta nostalgia, una que
revela que hablamos del pasado —o por lo menos de ese pasado del México
post-revolucionario— como si fuera una etapa que está al tiempo presente pero
no del todo: una especie de espectro que nos acecha.
Y es que quizás la modernidad, como fue
evidente en las décadas posteriores a la muerte de Lazo —quizás el último gran
Fausto mexicano— es la gran herida abierta, la última línea de utopía que nos
permitimos transitar, y que hoy nos presenta sus vestigios como la ruina de
nuestras propias aspiraciones. Este momento histórico, que Lazo definiría como
la “edad del aire, indivisible y común”, de inicio incierto pero
con una misión siempre clara, no es ahora más que una entelequia, una
proyección que ya no se antoja asequible. Y quizás sea por eso que ahora,
desgastadas sus posibilidades y usando sus formas discursivas para revelar que
sólo fueron aire, volteamos con melancolía a celebrar sus logros pasados, la
prueba concreta de que en algún momento pensamos que más que el gas de hoy
éstos eran materia sólida.
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