10.4.19

Algunas notas sobre la arquitectura de Plaza CARSO, que aún se expande





Por más que queramos darle la espalda, Carso existe.

Si hemos de pensarla en tanto ciudad, habría que también pensarla en tanto proyecto arquitectónico: leerla en tanto forma escala, dibujo, proporción que responde a una función; un programa.

El programa de plaza carso incluye
· viviendas,
· amenidades para las viviendas gimnasios, canchas de tenis, ¿alberca?
· locales comerciales en renta,
· espacios de oficinas en renta,
· un food court,
· un supermercado,
· miles estacionamientos un descenso dantesco

y un museo lo mismo:

Dentro de la manzana que lo contiene, el programa de Carso imita, en apariencia, a una ciudad. Y aunque no sobra decir que la ciudad no es sólo su arquitectura, Carso tiene prácticamente todos los programas.

Plaza Carso se inserta en un territorio que solía ser industrial. De este pasado industrial derivan el tamaño de los terrenos y la escala de las inversiones además del tren. En los alrededores aún hay algunas fábricas, pero la gran mayoría están siendo reconvertidas para dar lugar a programas parecidos al de Carso. Miyana, Neuchatel. Lo que surge de sus terrenos son arquitecturas de múltiples funciones, con plantas bajas semi públicas que se desplantan sobre terrenos del todo privados. Dada la congestión de sus programas y la extensión de sus territorios, sus formas son, en consecuencia, masivas.

Lo que Carso ofrece: un cascarón que puede ser convertido en cualquier espacio: una heterotopía autocontenida con seguridad privada y aire acondicionado: un espejo gigantesco en donde la ciudad se ve reflejada en todo momento. Sólo hay que pagarlo.

Estas arquitecturas de gran masa tuvieron su primera incorporación a la teoría arquitectónica gracias a Rem Koolhaas. En Bigness (1994), Koolhaas habla del triunfo de una forma arquitectónica preconizada en el rascacielos americano: un juego de interiores con múltiples niveles de plantas libres, posibilitadas éstas por el uso intensivo de tecnologías. Bigness es una arquitectura que carece de recorrido. La promenade: del lobby al elevador a la oficina: un puro juego de virtualidad interior. Sus plantas, sus cortes y sus fachadas ­la descripción gráfica de sus formas arquitectónicas son insignificantes. Predominan el render marcador simbólico de la espacialidad totalmente sanitizada de lo digital y la maqueta, que, por alguna extraña razón, sigue siendo el vehículo de representación detrás de los bienes raíces.

Bigness es un texto descorazonador porque expone con insoportable claridad el devenir de la ciudad contemporánea. Los BGrand y la radical desterritorialización que supone Angelópolis frente a Puebla; el parque de la Mexicana en Santa Fe; los 32 mil millones de dólares que movió el desarrollo inmobiliario durante el sexenio de Peña Nieto (y el hecho de que el 65% de estos representen al mercado de la Ciudad de México); pero también Plaza Carso frente a la colonia Pensil o la imagen urbana de Ecatepec en función de la de Interlomas. La premisa principal de Bigness es que, después de la caída del muro de Berlín, por el mundo metropolitano ha triunfado una arquitectura que por su misma escala suplanta al urbanismo. The Street has become residue, organizational device, mere segment of the continuous metropolitan plane where the remnants of the past face the new in an uneasy standoff. Además, el texto muestra cómo esta arquitectura cancela la relación entre el interior y el exterior, pues la relación entre su programa y su fachada es inexistente: se les antepone su enorme tamaño. Todo de vidrio reflejante. Efímero. Como si por arte de magia el vidrio lo desvaneciera. El programa humanista de la arquitectura, que la fachada exprese de manera honesta al programa, es, para Carso, irrelevante.

El problema de Bigness es que, en algún momento, Koolhaas menciona que su mensaje frente a su entorno es fuck the context. A muchos arquitectos de buena moral citadina esto les pareció espeluznante y nunca más quisieron pensar en Koolhaas, quedándose varados en lecturas más contextuales como Pallasmaa o Zumthor. Quizás sea por esta omisión al corpus koolhasiano que hoy en día sigamos admirando la textura de la piedra y discutiendo con nostalgia sobre el espacio (de lo) público. Pero de manera simultánea, nuestras ciudades siguen siendo devoradas por territorios como Santa Fe, Angelópolis o Nuevo Vallarta; territorios de exclusividad que, con sus huellas digitales, en efecto, fuck [up] the context.

Pero nosotros, que nos fijamos en la arquitectura y la criticamos según si su forma sigue a su función, decimos que lo inaceptable de Carso es el museo. “Qué horror la techumbre,” mencionan los más técnicos; “¿has visto cómo se resuelve el detalle de la tablarroca?” preguntan los más sensatos; “no hay luz natural,” espetan con escándalo los más iluminados. (De lo de atrás, ni hablar.) Pero lo que nos elude por completo es que poco le importa al Soumaya la crítica arquitectónica porque su función, lejos de ser arquitectónica, es completamente otra.

Venturi [SCOTT BROWN]: el casino produce una interioridad hermética y no se conecta con el exterior más que por un signo que le es externo. El casino es la función pero la función de la forma queda reducida al [signo], que se proyecta simbólicamente sobre la autopista, por donde pasa el tráfico.

En Plaza Carso, los espacios de la cotidianidad citadina están expresados en una masa informe que queda en la parte posterior. Por supuesto que oficinas, viviendas y centro comercial son los programas más grandes en cuanto a metros cuadrados y supongo que son también los que generan más valor. Pero estos tienen una forma anodina y un trazo pobre, y pueden tenerlos porque enfrente tienen a la arquitectura cosmopolita del Soumaya, que mucho más que espacio, en esa acepción clásica que equipara el espacio con la forma del proyecto arquitectónico, es poco más que el [signo] del casino.

El Soumaya es, efectivamente, la fachada de Carso; la imagen púbica de la gran manzana; la gran carnada que los críticos se comen como perros cuando el hueso está en otro lado.

Pero el programa altruista y cultural del Soumaya también esconde un aparente dilema civilizatorio, pues en esta ciudad ya tan privatizada y llena de centros comerciales, ¿quién se atrevería a oponerse a un regalo que Carso le da, con toda nobleza, a la ciudad que lo recibe con los brazos abiertos: un programa gratuito para la cultivación de las masas: una gran colección de Arte culta albergada en una arquitectura de talla global? Sin duda hay que agradecer que el Soumaya® es para todxs.

Así, impermeable frente a la consensuada y muy correcta crítica arquitectónica, los hexágonos opacos del Museo Soumaya nos devuelven una imagen esmerilada de nuestra irrelevancia, y quizás sea por eso que, a pesar de su claridad, no la hemos podido ver: el museo ya es, a pesar de su cortísima vida, un ícono total de la hashtagCDMX: a diferencia del decorated shed, el éxito simbólico del Soumaya ya no es frente a la autopista suburbana sino frente a una cámara que lo reproduce en (la) red. De ahí viene el tráfico.

Si alguien a caso dudara de esto, para desengañarse sólo necesitaría echarle un vistazo a su éxito en Instagram. Ahí notaría que, como si no hubiera interior o espacio arquitectónico, la inmensa mayoría de las imágenes muestran la fachada. ¿Dónde está el resto del programa? ¿Y si la forma sigue a la función, qué función es esta?

Y es que el triunfo último del Soumaya es que su imagen parece ser el triunfo de lo público, cuando en realidad es tan solo un señuelo que da carácter a esa masa informe que tiene atrás.

Y no habrá critica posible a este modelo de ciudad hasta que no aceptemos que es precisamente esa aparente virtud pública guiada por la mano visible del mercado, la que desde su virtualidad sostiene y legitima a Carso como proyecto de mundo; y que el problema detrás de la forma de Plaza Carso es que su programa, su función, es un puro ejercicio sobre cómo darle una imagen pública, una fachada virtual, a la especulación. Hollowness as a core.

Plaza Carso aún se expande.