Por más que queramos darle la espalda, Carso existe.
Si hemos de pensarla
en tanto ciudad, habría que también pensarla en tanto proyecto arquitectónico:
leerla en tanto forma escala, dibujo, proporción
que responde a una función; un programa.
El programa de
plaza carso incluye
· viviendas,
· amenidades para
las viviendas gimnasios, canchas de tenis,
¿alberca?
· locales
comerciales en renta,
· espacios de oficinas
en renta,
· un food court,
· un supermercado,
· miles estacionamientos
un descenso dantesco
y un museo lo mismo:
Dentro de la
manzana que lo contiene, el programa de Carso imita, en apariencia, a una
ciudad. Y aunque no sobra decir que la
ciudad no es sólo su arquitectura, Carso tiene prácticamente todos los
programas.
Plaza Carso se
inserta en un territorio que solía ser industrial. De este pasado industrial
derivan el tamaño de los terrenos y la escala de las inversiones además del tren. En los alrededores aún hay
algunas fábricas, pero la gran mayoría están siendo reconvertidas para dar
lugar a programas parecidos al de Carso. Miyana,
Neuchatel. Lo que surge de sus terrenos son arquitecturas de múltiples funciones,
con plantas bajas semi públicas que se desplantan sobre terrenos del todo
privados. Dada la congestión de sus programas y la extensión de sus
territorios, sus formas son, en consecuencia, masivas.
Lo que Carso ofrece: un cascarón que puede ser
convertido en cualquier espacio: una heterotopía autocontenida con seguridad
privada y aire acondicionado: un espejo gigantesco en donde la ciudad se ve
reflejada en todo momento. Sólo hay que pagarlo.
Estas
arquitecturas de gran masa tuvieron su primera incorporación a la teoría
arquitectónica gracias a Rem Koolhaas. En Bigness (1994), Koolhaas habla del
triunfo de una forma arquitectónica preconizada en el rascacielos americano: un
juego de interiores con múltiples niveles de plantas libres, posibilitadas éstas
por el uso intensivo de tecnologías. Bigness es una arquitectura que carece de
recorrido. La promenade: del lobby al
elevador a la oficina: un puro juego de virtualidad interior. Sus plantas,
sus cortes y sus fachadas la descripción
gráfica de sus formas arquitectónicas son insignificantes. Predominan el
render marcador simbólico de la
espacialidad totalmente sanitizada de lo digital y la maqueta, que, por
alguna extraña razón, sigue siendo el vehículo de representación detrás de los
bienes raíces.
Bigness es un
texto descorazonador porque expone con insoportable claridad el devenir de la
ciudad contemporánea. Los BGrand y la
radical desterritorialización que supone Angelópolis frente a Puebla; el parque
de la Mexicana en Santa Fe; los 32 mil millones de dólares que movió el desarrollo
inmobiliario durante el sexenio de Peña Nieto (y el hecho de que el 65% de
estos representen al mercado de la Ciudad de México); pero también Plaza Carso
frente a la colonia Pensil o la imagen urbana de Ecatepec en función de la de Interlomas.
La premisa principal de Bigness es que, después de la caída del muro de Berlín,
por el mundo metropolitano ha triunfado una arquitectura que por su misma
escala suplanta al urbanismo. The Street
has become residue, organizational device, mere segment of the continuous
metropolitan plane where the remnants of the past face the new in an uneasy
standoff. Además, el texto muestra cómo esta arquitectura cancela la relación
entre el interior y el exterior, pues la relación entre su programa y su fachada
es inexistente: se les antepone su enorme tamaño. Todo de vidrio reflejante. Efímero. Como si por arte de magia el vidrio
lo desvaneciera. El programa humanista de la arquitectura, que la fachada
exprese de manera honesta al programa, es, para Carso, irrelevante.
El problema de
Bigness es que, en algún momento, Koolhaas menciona que su mensaje frente a su entorno
es fuck the context. A muchos
arquitectos de buena moral citadina esto les pareció espeluznante y nunca más
quisieron pensar en Koolhaas, quedándose varados en lecturas más contextuales
como Pallasmaa o Zumthor. Quizás sea por esta omisión al corpus koolhasiano que
hoy en día sigamos admirando la textura de la piedra y discutiendo con nostalgia
sobre el espacio (de lo) público. Pero de manera simultánea, nuestras ciudades siguen
siendo devoradas por territorios como Santa Fe, Angelópolis o Nuevo Vallarta; territorios
de exclusividad que, con sus huellas digitales, en efecto, fuck [up] the context.
Pero nosotros, que
nos fijamos en la arquitectura y la criticamos según si su forma sigue a su
función, decimos que lo inaceptable de Carso es el museo. “Qué horror la techumbre,” mencionan los más técnicos; “¿has visto cómo
se resuelve el detalle de la tablarroca?” preguntan los más sensatos; “no hay
luz natural,” espetan con escándalo los más iluminados. (De lo de atrás, ni
hablar.) Pero lo que nos elude por completo es que poco le importa al Soumaya
la crítica arquitectónica porque su función, lejos de ser arquitectónica, es
completamente otra.
Venturi [SCOTT
BROWN]: el casino produce una interioridad hermética y no se conecta con el
exterior más que por un signo que le es externo. El casino es la función pero
la función de la forma queda reducida
al [signo], que se proyecta simbólicamente sobre la autopista, por donde pasa el tráfico.
En Plaza Carso,
los espacios de la cotidianidad citadina están expresados en una masa informe
que queda en la parte posterior. Por supuesto que oficinas, viviendas y centro
comercial son los programas más grandes en cuanto a metros cuadrados y supongo que son también los que generan
más valor. Pero estos tienen una forma anodina y un trazo pobre, y pueden
tenerlos porque enfrente tienen a la arquitectura cosmopolita del Soumaya, que
mucho más que espacio, en esa
acepción clásica que equipara el espacio con la forma del proyecto arquitectónico, es poco más que el [signo] del
casino.
El Soumaya es,
efectivamente, la fachada de Carso;
la imagen púbica de la gran manzana; la gran carnada que los críticos se comen
como perros cuando el hueso está en otro lado.
Pero el programa
altruista y cultural del Soumaya también esconde un aparente dilema
civilizatorio, pues en esta ciudad ya tan privatizada y llena de centros
comerciales, ¿quién se atrevería a oponerse a un regalo que Carso le da, con
toda nobleza, a la ciudad que lo recibe con los brazos abiertos: un programa
gratuito para la cultivación de las masas: una gran colección de Arte culta albergada
en una arquitectura de talla global? Sin duda hay que agradecer que el Soumaya®
es para todxs.
Así, impermeable
frente a la consensuada y muy correcta crítica arquitectónica, los hexágonos
opacos del Museo Soumaya nos devuelven una imagen esmerilada de nuestra
irrelevancia, y quizás sea por eso que, a pesar de su claridad, no la hemos
podido ver: el museo ya es, a pesar de su cortísima vida, un ícono total de la hashtagCDMX: a diferencia del decorated shed, el éxito simbólico del Soumaya
ya no es frente a la autopista suburbana sino frente a una cámara que lo
reproduce en (la) red. De ahí viene el tráfico.
Si alguien a caso
dudara de esto, para desengañarse sólo necesitaría echarle un vistazo a su éxito
en Instagram. Ahí notaría que, como si no hubiera interior o espacio arquitectónico, la inmensa mayoría de las imágenes
muestran la fachada. ¿Dónde está el resto del programa? ¿Y si la forma sigue a
la función, qué función es esta?
Y es que el
triunfo último del Soumaya es que su imagen parece ser el triunfo de lo público,
cuando en realidad es tan solo un señuelo que da carácter a esa masa informe que tiene atrás.
Y no habrá
critica posible a este modelo de ciudad hasta que no aceptemos que es
precisamente esa aparente virtud pública
guiada por la mano visible del mercado, la que desde su virtualidad
sostiene y legitima a Carso como proyecto de mundo; y que el problema detrás de
la forma de Plaza Carso es que su programa, su función, es un puro ejercicio
sobre cómo darle una imagen pública, una
fachada virtual, a la especulación. Hollowness as a core.
Plaza Carso aún
se expande.
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