El invierno me pasó de noche: un día desperté y ya había hojas en los árboles y el cielo era azul y podía salir en mangas. No como antes, que tenía que ponerme un suéter, luego dos, luego una bufanda, un abrigo y calcetines de lana con doble pantalón. Ahí, los árboles no tenían hojas y el cielo era en general gris y el sol, cuando salía, era dorado y caprichoso como una mañana eterna y los rayos como ninfas coquetas jugando en los relieves y las molduras de los edificios. Luego, de golpe ya era de noche y el viento se dedicaba a burlarse de todos y hasta si querías podías escuchar casi como si se riera, con ese murmuro ronco y escondido que tiene. La gente ya no sonreía en la calle ni en el metro y el trato era menos amable y caminaban más rápido y los cafés estaban llenos pero sin ruido.
A mi me gustaba ver por mi ventana aunque no tenga vista a nada. Me gustaba porque veía el día, así cortito, pasar. Y sí, salía de repente a congelarme y a hacer mis cosas: veía gente y a veces hasta nos reíamos y hablábamos sorprendidos del frío que nos envolvía como manta ojete y con espinas. Luego entrábamos en uno de esos cafés a intentar recalentarnos, que funcionaba siempre más por estar lleno de gente que por el café en sí. Tomábamos uno, dos, y volvíamos a salir, a caminar por uno de esos bulevares llenos de troncos secos y hojas muertas y coches y luces y viento. Y yo soñaba con la nieve -que nunca vi,- y con todo blanco y con inviernos pesados y quería ¡qué ganas! estar, no sé, en Dinamarca, o en Finlandia, en un invierno en serio en serio, cagado de frío y encerrado en una choza de madera.
Y me quejé, sí, me quejé amargamente: pinche frío. Y me quejé tanto que al final me seguía quejando cuando ya había terminado y no me di cuenta y el cielo ya era más azul y los días más largos y otra vez las faldas y las chanclas y yo, despojado de toda indumentaria, me di cuenta que extrañaba el invierno. Extrañaba esa sensación que hay de casa caliente y chocolate fundido -de fuego ante el frío y de estar encerrado. Extrañaba inmensamente sentirme en un mundo hostil donde todavía hay esperanza porque algún día llegarían los buenos días. Y lo extrañaba porque el invierno es introvertido y lento; y la noche, siempre la noche con sus luces y su vin chaud y sus cenas recalentadas. Y eso, también, estar entre la gente que siente lo mismo, que sabe que sí, todos tenemos frío, todos estamos juntos en esto, todos solos y reflexivos pero ahí, sonriendo y dándonos la mano como apoyo.
Y luego la primavera que sí, es bonita pero no es lo mismo. Todo mundo sonríe pero ya no es una sonrisa cómplice sino simple, y la sensación de hermandad se pierde. Todo se vuelve más rápido y hay gente y niños y perros y picnics en los parques pero ya no somos cuates. Y los árboles te tapan la vista y te sientes arropado por la ciudad y no desahuciado como cuando es invierno y te señala con el dedo. Y el sol, que se vuelve normal y plano y te pega directo y te calienta y ya no quieres ir a un café porque el calor y hay que buscar una sombra. No señores: el invierno es rey y se quedará conmigo hasta que haya otra oportunidad. Hasta entonces, tendré que acostumbrarme al calor.
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