2.10.13

Apología al mosco.


Mosquito! Mosquito! buzzing bright,
In the silence of the night,
What immortal hand or eye
Could frame thy fearful flight?[1]

Noche de verano, noche de lluvias, noche de tráfico por inundación o marcha. Llego a casa después de extensa jornada laboral, sagrado trabajo que me ganará un lugar en el Cielo. Cansado, ceno algo, me despido y entro a mi cuarto. (Antes que tenía tiempo me quedaba leyendo con la luz prendida por un rato, ahora solo quiero llegar a dormir.) Apago la luz, me acomodo en la sábana, dejo a la suave franela acariciar mi piel dolida, sudada. Siento mi cabeza entrar en un trance somnífero, apagándose lentamente mientras hago un repaso idealizado de la jornada. Silencio, todo tranquilo… y entonces empieza.
    Un zumbido leve en una esquina remota del cuarto: un sonido penetrante que se escucha más en la parte trasera del cuello que en las orejas, que se siente más en el estómago que en la cabeza. No quiero abrir los ojos, no quiero prender la luz. Es tarde y quiero conciliarme con mi propio sueño, que mañana tengo que madrugar. Decido, oh error, no hacer nada. Tal vez la misericordia me sonría. Pero en ese momento llega la segunda oleada, esta vez más cerca, más hostil.
    Para este momento me siento totalmente despierto. A cada oleada de zumbidos agito mis manos por todos lados de manera aleatoria y errática. No consigo nada. Me siento un campo de batalla, inútil, un mero espectador de una guerra en la cual no debería estar involucrado. Y si por un momento frena el zumbido, en vez de pensar que tal vez haya desistido, me imagino algún rincón remoto de mi cuerpo, indefenso e indefensible, horriblemente incómodo, siendo picado sin piedad por un ser que no conoce la compasión. (Me imagino al día siguiente, desvelado y lleno de ronchas, sintiéndome un sarnoso digno de cuarentena, rascándome cada centímetro cuadrado de un cuerpo mancillado por las injusticias de la noche.)
    Sufrimiento peor no conozco, desesperación más cruda ignoro. Si prendo la luz se calla, desaparece y se esconde. Si la apago vuelve a aparecer, furioso. Si me tapo de pies a cabeza me da un calor que me sofoca, si me quedo destapado escucho todo desde el pie de guerra. Si me muevo a la derecha tendré la espalda picada, si me quedo de frente, la cara. Si esto dura diez minutos más mañana no podré despertarme ¿y luego qué? Me correrán del trabajo, mis hijos no podrán estudiar una carrera, seré el hazmerreír de mi familia, el bufón del barrio, el que pudo haber sido y no fue.
    Y entonces, mientras doy vueltas y desacomodo el delicado orden de las sábanas, me pregunto, ¿qué lugar tiene el mosco en la Creación, cuál es su destino? ¿Qué perversión de Dios fue capaz de generar tal sufrimiento? Si Dios es bueno y noble, ¿entonces por qué; por qué dejas, oh Señor, que nuestras noches sean perturbadas de forma tan impúdica, que no logremos nuestro merecido descanso? Y la única respuesta que encuentro es que Dios nos ha abandonado, que Dios no es tan bueno como pensábamos, que el mundo es sinónimo de caos, y que en todas nuestras noches escucharemos un zumbido, por leve que sea. Por los siglos de los siglos, amén.




[1] Primera versión del Tyger de William Blake, escrito a unas semanas de haber llegado a la India. Tiempo después, en una arrebatada noche de inspiración, Blake decidiría cambiar el objeto de su oda. Nadie sabe bien el porqué, pero yo pienso que probablemente fue porque le pareció más digno un tigre que un puto mosco.

27.8.13

La moral y la nostalgia

Crónica del reúso.

Cuando se trabaja en un oficio en el que lo importante es la presentación gráfica de los resultados, el gasto absurdo de papel es inevitable porque cada vez que se hace una revisión es preciso imprimir todos los documentos. Esto, por supuesto, lleva a una disyuntiva moral tremenda, sobre todo si se considera que estamos trabajando en un centro de investigaciones sobre cambio climático y recursos naturales y que todos estos documentos hablan, precisamente, de estrategias de uso eficiente de materiales y energía. Además, dentro de las nostalgias del oficio, todos los arquitectos creemos que todo lo podemos resolver con dibujitos pedorros a mano –aunque esto ya no sea así-, y por eso creemos que es de suma importancia tener papel cerca, no vaya a ser que mientras me saco un moco se me ocurra la solución.
                Si el lector sabe sumar uno más uno se habrá dado cuenta de la sencilla ecuación a la cual estoy por llegar: por un lado tenemos la disyuntiva entre el discurso ecologista y la acción real (gasto papel para decirle al mundo que no lo gaste) y por el otro, la contradicción entre el discurso nostálgico y la realidad informática –siento la necesidad de tener papel cerca aunque todo lo hago a través de la computadora. Todo esto lleva, obviamente, a que la pinche oficina está llena de papeles viejos, sucios, con tres rayones, con notas aisladas, dibujos pedorros, caricaturas del güey de al lado; todos amontonados encima de un cartón que dice, con mayúsculas y absoluto cinismo –DE REÚSO. Y aguas con hacer la finta de querer tirar alguno de estos papeles, que todos voltean a verte como si estuvieras a punto de matar a un perro. Me sofoco: no encuentro los clips que compré ayer, me da miedo que de repente mueva por error alguna intocable versión del documento de hace dos meses y me salga una cucaracha reina dispuesta a matarme, no sé si las correcciones de hoy en realidad son las de hace dos semanas y las de hoy están perdidas debajo de aquella otra pila (puta madre, ¿y si ya las eché a reúso?). No sé qué más hacer. No sé si renunciar. El papel (de reúso) ha ganado la batalla.

                Moraleja: la moral y la nostalgia solo generan basura.

23.7.13

Libre de pecado

Sabíamos mucho menos del mundo cuando fuimos a ese lugar. Sabíamos mucho menos porque no se nos exigía saber. Se nos exigía, no sé, jugar, saltar, preguntar, no poner los codos sobre la mesa, lavarnos los dientes; pero no saber. Yo no quería ir pero fuimos de todas formas porque son los padres y a los padres uno los acompaña hasta que tiene cierta edad. Nos subimos al coche y arrancamos y a mí -no sé si a ti, pero creo que fue a mí,- se me ocurrió preguntar a dónde íbamos. Y nos dijeron que allá al rancho de alguno de estos amigos que uno no conoce muy bien porque a esa edad uno está en otras cosas. Y yo creo que tú te dormiste todo el camino porque siempre te dormías y mamá me callaba para que durmieras, pero yo nunca he podido dormirme y por eso veo y en ese momento veía la ventana. Me acuerdo que me impresionaba un montón ver tantas y tantas casas y perros y anuncios y postes de luz, y todo tan árido que hasta se sentía que se me secaba la boca. (Tenía un juego cuando veía los postes de luz: pasábamos al lado bien rápido y me imaginaba que saltaba de uno a otro, que me agarraba con las manos y giraba y del puro impulso de la vuelta me daba para llegar al otro lado y me soltaba y llegaba al siguiente poste, y así uno tras otro hasta que salíamos a la carretera y paraban los postes.) Pasamos por una fábrica enorme y creo que te despertó papá y nos dijo que ahí hacían cemento y te volviste a dormir. Yo nomás pensaba en todo lo árido y el polvo y las ramas secas y el sol jugando a ser juez en el cielo.
   Llegamos después de un rato a un pueblito con más casas y más perros y nos paramos enfrente de un portón rojo. Papá se bajó y se abrió la puerta. Mientras entrábamos, mamá decía que le gustaba mucho la casa pero yo me acuerdo que nomás veía el jardinsote al fondo y me arrepentía de no haber traído un balón. Cuando nos bajamos un señor grandote nos agarró a ti y a mí y nos dio un beso a cada uno, luego abrazó a mamá y nos invitó a pasar. Ahí adentro de la casa estaban unos niños, uno más grande que yo y otro como de mi edad. El grande se llamaba Pablo y el otro creo que Héctor, ya no me acuerdo, pero lo primero que hice fue preguntarles si les gustaba el fútbol y me dijeron que no. Entonces llegó la mamá de Pablo con agua de jamaica y chicharrones y nos pusimos a hablar de algo mientras los papás se servían tequila. Luego salimos de la casa y vimos a un señor a caballo que resultó ser el hermano del señor grandote. Pablo me preguntó si montaba y yo le dije que sí, nomás por no quedar mal. Tú estabas agarrada de la mano de mamá.
   Entramos a comer y nos pusieron en la mesa con Pablo y Héctor, que ya me empezaban a caer mal. Nos dieron guacamole y nopales y carne y ellos comían de todo y a nosotros no nos gustaban los nopales, y mamá, ¿te acuerdas?, siempre dejándonos mal, diciendo que miren niños cómo Pablo y Héctor comen bien y ustedes se van a quedar flacos, mientras todos los de la mesa de adultos se reían. Y ellos, por supuesto, sintiéndose muy acá y presumiendo con una cebolla asada y nosotros con hambre comiendo chicharrón y guacamole. Después acabamos y salimos a jugar un rato pero tú no querías jugar escondidillas porque te daba miedo el caballo del tío y ellos no jugaban fútbol. Y entonces me dijeron de la cañada y yo les pregunté que qué había en la cañada y ellos solo se voltearon a ver. Les insistí y me dijeron, como retándome, que si quería ir a ver, y yo les dije que sí.
   Me acuerdo que a mamá no le dio mucha confianza, pero papá y el señor grandote que era papá de Pablo la convencieron, y ella fue la que dijo que te lleváramos, que Pablo conocía bien el camino. Yo no quería que fueras porque siempre te cansabas y yo no quería verme débil enfrente de ellos, pero papá insistió y te llevamos. El camino era pura tierra de esa roja, me acuerdo, y había un montón de nopales y campos secos y llenos de polvo y a lo lejos ladraban unos perros. Empezaba a bajar el sol pero todavía hacía un calor sofocante y me acuerdo que yo volteaba y veía mi sombra y sentía que le costaba trabajo seguirme. No hablamos mucho hasta llegar allá, pero ellos iban adelante y yo algunos pasos atrás y tú todavía más atrás. Cuando llegamos a la cañada, lo primero que sentí fue un aire más fresco que subía desde el fondo. Me acuerdo que me dio vértigo asomarme y que te agarré la mano para que tú te asomaras. No sé cuánto habrá medido, pero sí sé que estaba bien profunda y que al fondo había muchísimos árboles y que sonaba un río hasta abajo. Arriba, en el cielo, volaba una cosa que yo supuse que era un águila enorme, aunque tal vez era un pájaro común y corriente. Entonces Pablo y Héctor, que hasta ese momento me di cuenta que se habían alejado, empezaron a bajar por un senderito y se estaban riendo. Te voltee a ver y vi que tenías miedo y yo sabía que también tenía miedo, pero no me iba a quedar ahí y tú tampoco.
   Tuvimos que correr un poco para verlos otra vez de tanto que se habían adelantado, y mientras más bajábamos más fuerte sonaba el río y la plática de Pablo y Héctor se confundía con el ruido de unas campanitas que sonaban más lejos. De pronto, el ruido se hizo tan fuerte que los dejamos de escuchar: ya habíamos llegado a los árboles y todo lo abierto de los campos se había quedado arriba; acá solo se escuchaba el río y se sentía la humedad. Seguimos caminando un poco y me di cuenta que tu mano quería soltarse de la mía pero yo la apreté más y te seguí jalando. En un momento llegamos a un claro entre los árboles y los vimos. Avanzamos hacia ellos sintiendo un alivio enorme, pero cuando entramos al claro entendimos por qué se habían parado. Un par de perros les ladraban y les gruñían y se les acercaban poco a poco y ellos retrocedían, claramente muertos de miedo. Te di un jalón y te tapé la boca para que no gritaras y los dos nos agachamos. Al fondo sonaban unas campanitas.
   De ahí en adelante todo se vuelve un poco confuso, pero me acuerdo de tu respiración. De repente sentí cómo tu mano se me soltaba pero ya no me importó. No sé quién tiró la primera piedra, pero sé que le dio a uno de los perros entre las orejas, y que se cayó al suelo, sangrando. El otro perro se espantó y salió corriendo cuando cayó la segunda piedra. En ese momento, Pablo y Héctor nos vieron y la cara se les relajó. Entonces tiraste la tercera piedra, que le dio al perro en el estómago, y agarraste la cuarta y saliste corriendo. Cuando llegaste, el perro todavía respiraba, pero después del primer golpe ya no respiró más. Todavía le diste algunos más hasta que tenías las manos llenas de sangre. Pablo y Héctor te veían incrédulos y yo me acerqué, te volví a agarrar la mano, y te llevé al río para que te limpiaras.
   De regreso ya nadie habló, pero cuando llegamos ya se estaba metiendo el sol y nuestros padres estaban afuera, esperándonos. -Ya íbamos a ir a buscarlos, nos dijo papá. -¿Todo bien?, le preguntaron a Pablo. Él solo nos volteó a ver y se metió a la casa, junto con Héctor.
   En el coche, yo íba viendo por la ventana los faroles, pero sabía que del otro lado del asiento tú no estabas dormida.

24.4.13

Deutschland über alles.


Bien lo decía Gary Lineker: el fútbol es un deporte que juegan 22 güeyes que patean un balón durante 90 minutos, pero al final siempre ganan los alemanes. Y es que lo que caracteriza al fútbol alemán es su absoluto pragmatismo. Nada de derroches superfluos de técnica, nada de tácticas “ratoneras”, nada de andar especulando con el rival. El objetivo del fútbol es simple: meter gol. ¿Cuántos? Un alemán contestará -los que se puedan, los que se puedan meter en 90 minutos.

16.4.13

Pedro Ramírez Vázquez


La muerte de Ramírez Vázquez (16 de abril 1919 – 16 de abril 2013) es un ejemplo perfecto del estado de la crítica arquitectónica mexicana. Desdeñado por muchos porque “él no fue” el autor principal de sus más destacados proyectos, Ramírez Vázquez no entra dentro del mainstream de los arquitectos famosos, en donde sí se incluyen personajes mucho más aburridos como arquitectos, y en general como personas. Sin embargo, ¿hay algún proyecto de alguno de estos arquitectos –Teodoro, Legorreta, Agustín Hernández- que tenga algo del impacto simbólico o mediático de edificios como la Basílica de Guadalupe, el Estadio Azteca o el Museo de Antropología?
   Ramírez Vázquez está tan fuera del discurso que en clase de historia de la arquitectura mexicana del siglo XX nunca hablamos de él. Sin embargo, yo nunca he visto en un proyecto suyo el nivel de deterioro de, por ejemplo, la Unidad Miguel Alemán, de Pani, de quien tuvimos por lo menos un par de sesiones. Y no es que tenga algo en contra de Pani: yo también, como arquitecto, lo admiro profundamente y me encantan los detalles y la volumetría y su postura ideológica; pero pregúntenle a alguien que no sea arquitecto si conoce el Conservatorio de Polanco y luego si conoce cualquiera de las obras previamente mencionadas: el resultado será sorprendente.
   Sí, estoy de acuerdo que Ramírez Vázquez fue sobre todo un ser político, que más que diseñar sabía negociar con autoridades públicas y privadas y que en general se dedicaba a concertar a los distintos actores que intervienen en un proyecto. Sí, es cierto que Ramírez Vázquez no llenaba esa idea del arquitecto “noble” y “poeta”, ese arquitecto coherente consigo mismo (o sea, que se auto referencia en todos sus proyectos), que era un arquitecto del poder, un Albert Speer región 4, faraónico, megalómano. Es cierto que no era un teórico, como Villagrán, un esteta como Pani, un radical como O’Gorman; pero no se puede negar que su obra incluye algunos de los proyectos más exitosos a nivel urbano del siglo XX mexicano. ¿Qué no al primer lugar al que llevamos a un turista es a Antropología? ¿Y qué, pregunto, sería del futbol mundial sin el Azteca? ¿Y del culto a la Guadalupe sin la Basílica? ¿Qué hubiera sido de las Olimpiadas sin este personaje? ¿Qué, a poco nadie se ha dado cuenta que a la arquitectura “seria” nadie le hace caso? ¿Nadie en este país ha leído a Venturi? ¿Nadie ha entendido el efecto Guggenheim? ¿O será acaso que por “vernácula” y “vulgar” prefieren dejar toda esa arquitectura fuera de la discusión? ¿Qué sobrada soberbia decide quién sí entra al distinguido club y quién no?
   Tal vez la labor más pura del arquitecto sea lidiar con los intereses particulares y traducirlos de la mejor manera para que sean de provecho para el dominio público. Si tomamos esto como cierto, entonces Ramírez Vázquez es el arquitecto más importante –aunque no sea el mejor,- de la modernidad mexicana. Y claro, ahora que ha muerto, que lluevan los honores, que se dejen oír los arrepentimientos.

Antropología

4.4.13

De la geometría y el paisaje.



En realidad el paisaje nos asusta, estar perdidos nos da miedo. La mente humana, racional, clasifica y define: de manera taxonómica, asocia los comunes y segrega las diferencias. Pero el paisaje es demasiado vasto y complejo para ser explicado de manera simple. Kant y lo sublime.
   Claro, al paisaje podemos mapearlo, podemos hablar del clima, de la vegetación, de topografía, de hidrografía; podemos también hablar de sociología, antropología, economía o historia. Pero aún así, si nos agarra la noche en medio del valle, no podremos evitar sentir el miedo de estar desubicados, el miedo de lo desconocido.
   La condición básica para la existencia del paisaje es el observador. El paisaje es subjetivo. Si no existe un punto de vista, una perspectiva, el paisaje es meramente espacio vacío, desprovisto de significado.
   Cómo me acuerdo de la vez que fui a Tilaco. En medio de la Sierra Gorda de Querétaro (mapa, topografía), un pueblo chiquitito en el valle (antropología, tal vez urbanismo, mapa a mayor escala), al que se llega desde las montañas. Todo el terreno está cubierto de arbustos bajos y poco cerrados, de unos dos metros de altura. Nunca hay grandes árboles (vegetación). El pueblo es importante porque su iglesia forma pate de la red de conventos franciscanos que Fray Junípero Serra construyera en el s.XVIII y que hoy son Patrimonio Cultural de la Humanidad (historia). Hoy, los habitantes de este pueblo se dedican principalmente a la agricultura de consumo propio (economía).
   Pero todo esto no explica la sensación de llegar a Tilaco. Una carretera sinuosa, que va bajando poco a poco por las laderas de las montañas, serpenteando, contenida entre los arbustos bajos. Cada tanto y de manera totalmente aleatoria, el paisaje se abre y se puede ver todo el valle. Acá cerca se alcanza a ver una laguna pequeña, pero en realidad no hay nada más. Pasamos una curva, otra curva, y de repente lo vemos por primera vez: el campanario del convento (el resto del pueblo no se ve). Por supuesto que ante la majestuosidad de las montañas no es nada. Tendrá, a lo mucho, unos 15 metros de alto. Pero esta torre, color crema y tierra, domina el paisaje como ningún árbol, ninguna montaña, ningún río lo podría hacer nunca. Y es este espectáculo de entrar y salir del valle mientras el coche va bajando, esta emoción de estar esperando el momento en el que vuelva a aparecer la torre, lo que hace que ese punto del paisaje sea un destino, sea un lugar, y no simplemente otro valle en la Sierra.
   ¿Por qué? La geometría es racional, es mesurable. La geometría es impuesta como el lenguaje es impuesto. La geometría es humana. La geometría simboliza y particulariza. La geometría destaca. El paisaje, vacío, es el no-lugar. En el momento en que se le impone la geometría, el paisaje se carga de significado.
   En realidad el paisaje nos asusta, pero la geometría, impuesta por lo humano, nuestro par, nos tranquiliza.