Estoy, no sé, hospedado en Campeche, Mérida, Yucatán, qué sé yo, no importa, no sé cómo llegué ni cuanto tiempo llevo aquí ni cómo voy a regresar. Lo que sí sé es que estoy enfrente de Chac y quiere que me quede. Veo sus ojos, vírgulas de piedra que no lloran sino musgo de zona árida. Veo su nariz, como lengua, sin gusto, seca de no hablar, de no moverse ni con el viento. Veo sus dientes, desgastados de tanto sacrificio y sus enormes aretes que le pesan como los años.
Los grillos y los moscos nos advierten con sus cantos que la selva baja nos acecha y que en cuanto baje el sol nos tomará por sorpresa. Mi anfitrión parece resignado a perder la batalla, dice, la pierdo todas las noches, dice, la gano durante el día pero la pierdo en la noche. La luz juega abusiva con lo ríspido de la piedra piel caliza del dios blanco, como un baño dorado, empapando de calor lo que no se empapa de lluvia, cosquilleante como el ruido del último cahuiz de la tarde buscando algún último bocado antes de dormir.
Chac respira profundo y suena como una cueva. Es el fin del día -otro más,- y la noche, otra vez la noche que aprovecha cuando no está la luna, como hoy, para presumir sus estrellas en medio de este lugar en donde sólo está este dios y su eterno rival, librando una batalla eterna que ya a nadie le interesa. Por los siglos de los siglos..
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