Voy caminando debajo de una serie de truenos y laureles y, cuando cierro los ojos, me doy cuenta que por un segundo estoy en otro lado, ¿en dónde? No importa mucho, pero creo que es algún lugar de Hidalgo. Acabo de caminar unos diez minutos desde el rancho de alguien que no conozco, paso una canterita de piedra pomez y llego a un barranco -Hidalgo, claro, lleno de nopales y pasto seco y piedras y siempre un perro blanco que jadea bajo la sombra de alguna maleza.
En el fondo del barranco, que no es muy profundo, pasa un río. Lo sé no sólo por el ruido suave del agua allá abajo, sino por lo verde de los árboles que marcan esa línea. Me siento un rato nomás a ver, nomás a estar ahí sentado escuchando el agua y el viento que juega escondidillas en mis tímpanos. El tiempo sólo pasa para ese halcón que vuela por ahí arriba, a veces dando un par de aleteadas pero generalmente estático, suspendido junto con todo lo demás de alrededor.
En este lugar, como en aquel otro, del que por ahora estoy ausente, estoy solo. Pero no es una soledad nocturna de largas horas de silencio, sino una soledad en donde el juego es ser un expectador pasivo en un acto tan natural que parece ajeno.
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