20.11.12

Paranoia

No sé bien la sucesión de eventos, pero si bien recuerdo, la primera vez que vi a alguno de ellos fue en la plaza de Santo Domingo. Ése día yo estaba comprando cuadernos de dibujo y él apareció del otro lado de la mesa. Un tipo bajo, con lentes de pasta negros y un suéter gris. De toda la gente, él me llamó la atención porque me parecía familiar, aunque no pude acordarme si lo conocía. Además, como nunca levantó la vista no pude ver bien su cara.
   Otro día lo vi cuando salí de clase. Iba por un café con Magda cuando pasó del otro lado de la calle. Lo reconocí por el suéter y por los lentes y porque caminaba raro, aunque otra vez no pude distinguir su cara porque había un árbol en medio que me estorbó. Le pregunté a Magda que si lo conocía y, sorprendida, me dijo que no sabía de qué le hablaba. Un poco más adelante volté y lo vi parado al fondo de la calle, como esperando algo y anotando en un cuaderno.
   Luego fue en un bar. Lo vi cuando fui al baño. De regreso pasé por al lado de la barra y ahí estaba, sentado, escribiendo en su cuadernito. Sé que era él por los lentes, aunque nunca pude verlo bien de frente. Magda estaba sentada afuera y cuando llegué le dije que había vuelto a ver al tipo. ¿Qué tipo?, me dijo, y dejé de insistir. Después de un rato fui a la barra para pedir otra cerveza. Lo busqué, pero ya no estaba.
   En esa época yo todavía vivía con mis padres en la Del Valle, y como la colonia me aburría mucho siempre me iba a otros lados. Aprovechaba que Magda vivía en Polanco para pasear por Reforma o por Mazaryk, o me iba al centro a ver a Bernardo que vivía en Donceles, o cuando me daban ganas de ir a jugar go me iba a San Ángel con Ramiro. Si no, agarraba el coche, pasaba por Magda, y nos íbamos los dos a donde fuera -a la Marquesa, al Ajusco, a Tres Marías. Un día creo que hasta nos fuimos a Acapulco. Mi vida, pues, no era muy sedentaria, y es tal vez por eso que me sorprendía tanto encontrármelos tan seguido, en lugares tan distintos.
  De ella no me acuerdo tanto, pero me parece que siempre traía un chelo. Era de esas que se veían tímidas, siempre caminando cabizbaja, ensimismada. Como él, siempre estaba sola. Me acuerdo mucho de haberla visto afuera de la sala Neza, pero no se me hizo raro por lo del chelo. Pero luego me la encontré un día en el Sanborns de Patriotismo, con el chelo al lado y un cuaderno en la mesa; otro día en el metro División, estorbando a todos con el estuche y como buscándose algo en las bolsas; y una tarde, pasando por las Islas de CU, la vi que venía de frente, con la mirada fija en el horizonte y con el chelo detrás. Por un momento pensé en detenerla pero no me atreví. Cuando iba de salida volví a verla abajo de un árbol, leyendo de un cuaderno en el que además hacía notas.
   Pasó mucho tiempo hasta que le dije a alguien, y le intentaba restar importancia. Mientras, me los seguía encontrando en todos lados: siempre con sus lentes, siempre con sus cuadernos, siempre con sus actitudes hurañas. Cada vez me daban más ganas de detenerlos, de preguntarles qué hacían, cómo se llamaban, de pedirles que me dejaran de seguir. ¿De verdad me seguían? Me sentía presionado y no sabía qué hacer. Empecé a notar, también, que nadie parecía verlos. Siempre que pasaban cerca era como si sólo yo me diera cuenta de su presencia: nadie los miraba, ellos no veían a nadie.
   Un día terminé diciéndole a mi madre. Que era una coincidencia, me dijo, pero yo insistí en que era demasiado raro, que no sabía quiénes eran estas personas, que nadie alrededor los conocía, que no me explicaba cómo siempre aparecían en donde yo estaba. Creo que estás exagerando, concluyó. Bernardo me tiró de loco y Ramiro se cagó de risa. Magda, que estudiaba psicología, me vio con ojos de preocupación y me recomendó ir a terapia. Le grité que no era paranoia y me levanté de la mesa, dando un golpe y tirando las dos tazas. Sentí la cara caliente de rabia. No podía creer que Magda no me entendiera. Todavía alcancé a gritarle algo mientras iba saliendo del café donde estábamos cuando lo vi de reojo en el fondo, de espaldas a mi mesa, escribiendo.
  Agotadas mis opciones decidí que lo mejor sería hablar con uno de ellos, acercarme un día que los viera y preguntarles algo, tal vez la hora o una dirección. Al poco tiempo Magda terminó conmigo por lo del café, diciéndome que me había vuelto cada vez más insoportable, más amargo, que lo del golpe en la mesa no me lo perdonaba, que no tenía idea de cómo la había visto el resto de la gente.
  Lo cierto es que dejé de salir, dejé de ver gente, me quedaba encerrado en mi cuarto y no tenía ganas de hacer nada. Mi madre se empezó a preocupar e intentó hablar conmigo, pero yo no quería hablar con ella. Me pelée con mi padre, cosa rarísima, en una discusión en la que acabó azotando la puerta. Me empezó a ir mal en la escuela, ya no estudiaba y no tenía ganas de ir a clase. Pero también es cierto que, de golpe, los dejé de ver. No sé si era porque dejé de salir, pero cuando salía, ya no me los encontraba. Eso sí, cada vez que veía a alguien de lentes escribir en un cuaderno me empezaba a poner nervioso y sentía cómo mi corazón empezaba a latir más fuerte.
  Un día Bernardo me invitó por unas chelas, diciéndome que tenía rato que no me veía. Aunque no quería, le dije que sí y le caí a su depa. Después de un rato de platicar me empezó a dar sueño y me quise regresar a mi casa. Tomé el metro, me bajé en División, y regresé caminando. Casi llegando, vi que había alguien en la esquina, viendo hacia la pared. Entonces pasó un coche y los faros iluminaron el marco de los lentes. Era ella. Sentí como un rayo dentro de mi. La piel se me puso chinita y empecé a correr. Pisé una rama y volteó. Vi sus ojos, llenos de pánico. Aceleré el paso cuando ella empezó a correr y me topé con una maceta. Tropecé. Puta madre. En ese momento me di cuenta que era demasiado tarde y que ya había desparecido.
  Desde el suelo le grité, aunque sabía que no tenía ningún sentido. Resignado y todavía nervioso, me levanté, me sacudí el polvo y me acerqué a la esquina. Ahí estaba el cuaderno, que había dejado caer. Era casi nuevo y todas las hojas estaban en blanco. Entré a mi casa. Mis papás estaban dormidos y las luces apagadas. Cuando me acosté, respiré profundo y volví a abrir el cuaderno. Entonces noté que en la primera página, escrito con una letra chiquita y difícil de leer, decía:
   
   Viernes 23 de noviembre, 11:45 p.m. Casa de Bernardo, Enrique viene llegando.

Al día siguiente llamamos a la policía. Mi madre, claramente preocupada, me acompañó durante la entrevista. Que cuáles eran sus señas particulares -lentes-, que qué lugares frecuentaban -todos-, que si los veía seguido -qué pregunta. Dándome el avión, me dijeron que estarían al pendiente, que era difícil por la falta de datos, que no podían garantizarme nada pero que estuviera calmado, que ya estaban avisados.
  Así pasaron unos meses, en los que todo volvió un poco a la normalidad. Regresé a la escuela, volví a ver a Bernardo, que no daba crédito, regresé al go con Ramiro y hasta empecé a salir otra vez con Magda, que me pidió perdón una y otra vez. A ellos no los volví a ver y eso me tranquilizaba. La policía volvió a llamar un par de veces, diciendo que no habían encontrado nada hasta el momento pero que seguirían pendientes, por si pasaba algo nuevo. Acabé la escuela y encontré una chamba que me pagaba suficiente como para salirme de casa de mis padres.
  Unos meses después, Magda se mudó conmigo.
  
  Hoy quedé con Magda de ir al cine. Como salí antes, llegué más temprano. Me llega un mensaje suyo diciéndome que va a llegar un poco más tarde y que si puedo ir comprando los boletos. Le digo que sí y me acerco a la taquilla. El tipo que atiende me sonríe con esa sonrisa maquinal de centro comercial y me da la bienvenida.
  -Buenas, gracias, le digo, dos boletos para la de las 8, por favor.
  -Con todo gusto, me responde con su sonrisa imbécil. ¿Cuenta con tarjeta de cliente frecuente?
  -No.
  -Ayúdeme a escojer sus asientos, por favor. ¿Su pago es con tarjeta?
  -No, le digo, y le paso el billete mientras intento entender cómo funciona el sistema de los asientos.
  -Aquí está tu cambio, Enrique, me dice.
  -Gracias, le contesto, distraído. Entonces me cae el veinte, ¿cómo chingaos sabe mi nombre?
  Levanto la vista y lo veo. Se me va el aire. Su sonrisa ya cambió. Me ve de frente y, bajo la luz, noto el reflejo en los lentes.

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