(La noche en el valle)
De fondo unas montañas.
No, espera, no están de fondo:
nos rodean, nos aprietan
nos asfixian como la humedad casi sólida que parece colarse
por cada poro.
Un silencio casi absoluto donde sólo se escuchan nuestros
pasos,
algún murmullo cuando alguien dice algo,
el ruido genérico de la selva que nos observa
paciente y quieta.
Un poco más abajo un riachuelo.
No se ve, pero escucha,
frena
y escucha.
¿Lo oyes?
Ya ni me acuerdo a dónde vamos,
llevamos rato caminando
y la luz dorada que nos recibió
y acariciaba las copas de los árboles
se vuelve poco a poco más rosa
más violeta,
y la selva parece acercarse y cerrarse,
aprovechando la mirada imponente de las montañas de atrás
que con la oscuridad se vuelven sólo siluetas.
No, gracias, respondemos
al hombre que se para y nos ofrece aventón,
queremos ir a pie.
Y cuando se aleja aquel motor,
cuando da vuelta en el siguiente meandro del río
el silencio se vuelve más evidente,
la quietud más aguda,
y se siente más presente
la amenaza constante de la noche
y de lo oscuro.
Pero de pronto las estrellas
cuando siento las piernas más pesadas.
De pronto las estrellas cuando la selva
se vuelve un telón de fondo.
De pronto las estrellas
que toman el primer plano.
Y todo el miedo
la oscuridad
el silencio de bichos
la omnipresencia de las montañas
asumen su condición de escenario y entonces
paramos, míralas,
mira cómo se ve esa línea,
cómo se dibuja perfectamente
el límite de la galaxia,
cómo pasa esa estrella fugaz,
cruzando el cielo sin importarle que alguien
acá abajo,
en un valle sumido en medio del mundo oscuro,
la observa.
Mira qué tontos somos,
cuánto nos preocupamos por detalles sin importancia,
cuánto pensamos de las cosas.
Míranos ahí, reflejados en lo infinito,
perdidos en la nada de este silencio,
pensándonos parte de esto,
parte de todo.
Ya ni sé a dónde íbamos.
De fondo unas montañas.
1 comentario:
Me encantó. Gracias por compartirlo Capitán Adocreto.
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