24.4.14

Sobre el discurso pop en la arquitectura

Me piden hablar sobre las secuencias espaciales en la arquitectura contemporánea. A mí no me interesa demasiado porque siento que la espacialidad en la modernidad líquida —en términos de Zygmut Bauman, no es muy distinta a la de la arquitectura moderna de la cual, en términos espaciales, es heredera. Me parece que, tomando en cuenta que el mundo se encuentra inmerso en un momento en donde lo que domina los discursos políticos y artísticos son la imagen, el símbolo y la moda, para hablar de la arquitectura contemporánea se tiene que hablar de la arquitectura como un “dominio de la representación cultural”, como lo plantea Michael Hays en su libro El Deseo de la Arquitectura, y no sólo como una disciplina encerrada en sí misma.
            Para Hays, la arquitectura es una manera de negociar entre lo real y lo simbólico es decir, la arquitectura como objeto de lo real (como cosa en sí) se inscribe dentro del mundo como un sujeto de lo simbólico (un agente de representación). Esto significa que la arquitectura es siempre un discurso de algo ajeno a ella. Sin embargo, dado que la arquitectura, como todas las artes, no tiene otra manera de ser más que a través de sí misma es decir, a través del espacio y la forma y el sitio y etc, es necesario entender el sistema de símbolos de la arquitectura, que no es nada más que su lenguaje, para entender el discurso que le toca, o sea, sus secuencias. Y es que, por más que la arquitectura como espacio no haya cambiado demasiado, los discursos éticos y estéticos en la modernidad y la posmodernidad son totalmente distintos.
            Me parece que no hay mejor ejemplo de qué significa la arquitectura moderna que la obra de Le Corbusier, la cual podemos considerar como inscrita en tres grandes áreas: la ideológica y política, la de la lógica de producción industrial y la de la arquitectura como parte de las vanguardias artísticas de la primera mitad del siglo XX. No es que en la obra estén separadas como tal, pero analizarlas cada una por su cuenta ayudará a dilucidar lo que se quiere decir.
La parte ideológica no es nada más que una idea positivista del mundo, muy en boga en ese entonces, en donde se considera que la arquitectura puede ser un vehículo del progreso que ofrece la tecnificación del mundo. Esta postura, moralista y unitaria, es precisamente la que llevaría a la arquitectura moderna a su inminente debacle, sobre todo a partir de los años sesenta, por dar por hecho que la arquitectura por sí misma podía resolver los problemas del mundo en un solo gesto: la arquitectura como fórmula universal, replicable y ajena a la historia.
La segunda, la de la lógica de producción: Le Corbusier entiende que la producción industrializada de materiales propone una nueva manera de dar forma a la arquitectura, y a partir de esta premisa propone los famosos cinco puntos que se repetirían ad nauseam por el mundo. Además, comparte con el Futurismo italiano una fe ciega en la máquina y, fascinado por lo que éstas ofrecen, propone la idea de “la máquina de habitar.”
La tercera, Le Corbusier dentro las vanguardias artísticas de principios del siglo XX, va de la mano con la anterior. ¿Qué más fueron las vanguardias sino el replanteamiento de las artes como lenguaje per se? Y en este caso, ¿no es la Villa Saboya un discurso sobre la forma misma de la arquitectura en su estado más puro, sobre la posibilidad de lo moderno? Entonces tenemos como resultado una obra que replantea al espacio mismo y que ofrece una nueva manera de recorrerlo, que propone una serie de postulados sobre la manera en que se da forma al objeto arquitectónico y que establece, entonces, una nueva concepción de la arquitectura en contraposición a las tendencias eclécticas de la época que buscaban a las formas históricas para ser. El discurso de Le Corbusier, pues, es sobre lo nuevo, el objeto como forma pura, el recorrido espacial como elemento predominante de la arquitectura.
Estas ideas, sumadas a las de Ludwig Mies van der Rohe donde se privilegia el orden cartesiano y la “honestidad” estructural en los edificios, dominarán la producción arquitectónica por algunos años. Sin embargo, en la década de los 60 y principalmente los 70, estos postulados se ponen en tela de juicio primero por haber agotado sus capacidades como lenguaje como repertorio de formas, segundo porque comienza a haber gente que cuestiona la postura de querer alejarse de la historia como significante de la sociedad, y, finalmente, porque la idea misma de sociedad que se pretendía con esta arquitectura se desmorona.
Así, surgen muchos críticos que buscan volver a una arquitectura que se inserte más de lleno en las complejidades del mundo contemporáneo, que entienda a la arquitectura como algo que va más allá de sí misma y, además, que atienda a la arquitectura como parte de una historia simbólica y no puramente como formas abstractas y morales. Entre estos críticos, la que encuentro más pertinente para explicar al sistema de los star architects contemporáneos es Denise Scott Brown, pues es quien comienza a cuestionar a la arquitectura “docta”, es decir, aquella que se aleja del público general a partir de negar los símbolos de la cultura popular.
Para Scott Brown, en su ensayo Learning from Pop, la arquitectura que busca representar a la Arquitectura es decir, explorar su forma pura—, ha perdido contacto con el mundo externo, dominado por lógicas comerciales y económicas. De esta manera, mientras en las academias y despachos de arquitectura se imparte una enseñanza  y se producen edificios dogmáticos basados en el espacio y los materiales, el resto del mundo construye suburbios y centros comerciales y sets de televisión que, cargados con una ideología ajena al modernismo e inmersa en los códigos de valor de la vida cotidiana, se vuelven la norma en las ciudades. Lo que importa en los suburbios, según Scott Brown, no es el espacio sino la comunicación a través de él.
A partir de este ensayo y las obras de muchos otros críticos como Aldo Rossi y Robert Venturi, surge una nueva generación de arquitectos que intentan atender estas preocupaciones. Ahora, si bien al principio se echó mano de los elementos más obvios de la arquitectura para inscribirse en la historia, el lenguaje clásico (eso sí, simplificado,) pronto las búsquedas por significar encontraron otros caminos. Esto, sumado a una época en donde la idea misma de manifiesto da pánico, ha dado como resultado un vasto lenguaje formal que a simple vista podría parecer caprichoso, aunque en el fondo no lo sea: la arquitectura, bajo la idea de modernidad líquida, busca ser símbolo. Así, proyectos icónicos como el Guggenheim de Bilbao, que tal vez sea el paradigma del discurso pop de la arquitectura, tienen más que ver con cómo se insertan en el mundo —es decir, con una lógica ajena a ellos,—que con su disposición interna como secuencia de espacios. Y es que la arquitectura contemporánea, como cualquier objeto cultural, está inmersa en la lógica de la producción capitalista, es decir, es un producto de consumo. Y es que la producción capitalista está sujeta a la necesidad de crear lo nuevo por lo nuevo, porque si se satisficieran las necesidades, ¿qué más se habría para consumir?
Boris Groys dice que lo contemporáneo es aquello que aún está en duda, que aún no ha saciado su capacidad de decir algo sobre el mundo, la historia y su contexto. Lo cierto es que la arquitectura-como-espacio-y-sin-historia llegó a su límite y los arquitectos tuvieron que buscar nuevos caminos de exploración. Así, la arquitectura contemporánea se inscribe dentro del mundo consumista como un espectáculo, donde lo que importa tal vez no es tanto el espacio en sí sino el evento, el símbolo, la imagen y la moda, y por lo tanto su apariencia está en constante cambio. La arquitectura de hoy en día, la de revista, aunque todavía sea espacio y luz y forma, tiene más que ver con Lady Gaga que con Le Corbusier.

Ahora bien, si los paradigmas han cambiado tan radicalmente, cabe preguntarse si puede juzgarse a la arquitectura contemporánea de la misma forma en que se juzgaba a la arquitectura moderna. Y, finalmente, si no existe una ideología concreta detrás de esta manera de dar forma al mundo, ¿agotará sus capacidades discursivas o, precisamente por carecer de discurso, continuará reproduciéndose ad infinitum?

3.4.14

Sobre la visión del arquitecto

Un famoso concurso de arquitectura ha dado a conocer a sus ganadores: todos son proyectos interesantes, no cabe duda, como tampoco cabe duda que el jurado, atinado y bien escogido, ha elegido desinteresadamente aquellos proyectos que creía merecedores de tan distinguidos premios. Sin embargo, todos los proyectos revelan algo que, en mi opinión, es un error fundamental dentro de la visión de los arquitectos.
            El concurso en cuestión planteaba resolver un problema de movilidad en el cruce fronterizo entre Tijuana y San Diego. Las garitas fronterizas están ubicadas a un lado del río que atraviesa Tijuana de norte a sur y que separa este punto de cruce —el punto fronterizo con mayor flujo del mundo,— con el centro de la ciudad, que no debe estar a más de 15 minutos caminando. El objetivo del concurso era revitalizar la zona y ofrecer una conexión directa entre las garitas y el otro lado del río, una calle peatonal que lleva al centro.
            Sin duda un proyecto bien concebido y urgente, los resultados planteaban programas diversos para solucionar el problema. Sin embargo, todos coincidían en imaginarse un paisaje en el que el río tenía un caudal constante, armonioso, de agua limpia y lirios a los alrededores. Ahora bien, claro que un río ofrece grandes posibilidades para el diseño arquitectónico y paisajístico, y que a todo mundo se le antoja ir a sentarse a la orilla a comerse un sángüich de jamón; ¿pero de veras creen estos arquitectos que ese río en particular, en medio de un desierto en donde apenas llueve algunos días al año, se puede concebir como un río de esos que adornan ciudades en otras partes del mundo?
            No niego que el paisaje sin río es desolador: un canal de concreto de unos 20 metros de ancho y 5 metros de profundidad, en el que se ve basura y unos pastitos creciendo milagrosamente en su lecho; pero tampoco se puede negar que, cuando se llena, aunque sea unos cuantos días al año, lleva consigo toda la arena y basura y los tres pobres pastos que encuentra a su paso (y que además puede ser tan violento como lo fue el Río Santa Catarina de Monterrey en 2010). Este tipo de ríos, sobra decirlo, dominan el paisaje urbano de muchas de las ciudades del desértico norte mexicano y, como una gran cicatriz, empobrecen la calidad de vida a sus alrededores. ¿Pero qué hacer, si no ese canal, con un caudal caprichoso y su estacionalidad, que es tan fugaz como marcada? ¿Entubarlos? ¿Llenarlos de agua de piscina clorada como el Santa Lucía de la Sultana para que parezca hotel de Las Vegas?
Y sin embargo, los arquitectos —o bueno, sus renders,— llegan a Tijuana y plantean el canal como un río idílico, con gente en las orillas y una corriente constante. Por esto, pregunto, ¿para qué están diseñados estos proyectos?, ¿de veras que su vida ideal y útil solo está pensada para 1 semana al año? ¿Y si se les ensucia el agua?
            Dice James Corner que sin una imagen previa del mundo uno no puede proyectar nada. El problema radica en que los arquitectos tenemos una visión demasiado propositiva del mundo, que viene desde la raíz misma de la profesión: nos enseñan en la escuela a proponer cosas idealizadas y que solucionarán por sí mismas los problemas del mundo. Es decir que, en realidad, nos enseñan a creer que el mundo puede ser resuelto a partir del diseño arquitectónico: nuestra imagen previa nos concibe como magos que, a través de un gran diseño, podemos modificar un entorno completo.
Y venga, no está mal, no estoy enteramente en contra: creo que el diseño juega un rol importantísimo en la creación de la identidad social, y que, como señala Deyan Sudjic, la arquitectura provee el lenguaje a través del cual se desarrollan las ciudades; pero también coincido con Sudjic cuando dice que ésta se encuentra a la orilla de la discusión sobre cómo funcionan y qué deberían ser. Por esto, creo que no cabe duda que la arquitectura responde mucho más a lo que dicta la economía y la política que a los deseos formales y directamente utopistas de los arquitectos. Sin embargo, nosotros seguimos creyendo en nuestro rol de salvavidas.
Y sí, por otro lado, también entiendo el tema del render y la imagen del mundo idealizado para vender un proyecto, yo también me he enfrentado a la voracidad de la gente que lo que quiere consumir es una imagen espectacular y a la realidad de que en el fondo, de eso vivimos; pero de repente empiezo a temer que lo que los arquitectos piensan a la hora de hacer un render no es en que lo hacen por vender —lo que sería simple honestidad intelectual y un cinismo admitido—, sino en que eso es lo que va a ser, lo cual es un cinismo total por ser tan flagrantemente acrítico. Y es que para diseñar una imagen no se necesita un contexto, se puede hacer cualquier cosa y, si se ve bien, venderá.

Yo tengo fe ciega en los concursos porque creo que sacan a la luz propuestas y lenguajes novedosos, pero no creo que por ser novedoso deba perderse la conexión con la realidad que requiere urgentemente de este tipo de propuestas. No siento pertinente seguir promoviendo la visión utopista e idealizada en un contexto que necesita de soluciones pragmáticas y eficientes, que atiendan problemas reales, y me parece que, si no lo hacemos consciente, seguiremos tan alejados como lo estamos de ese mundo que, en el fondo, tal vez no nos necesite tanto.

2.4.14

Sobre las selfies, los mallones, y la arquitectura contemporánea

Hace poco caminaba por Patio Universidad —un centro comercial que abrió sus puertas hace no mucho,— y vi que una tienda de deportes anunciaba que los visitantes podían tomarse fotos con una versión gigante del balón que se usará en el mundial de Brasil, el “Brazuca”. Además de unas edecanes vestidas con mallones entallados, un grupo de hombres, desde niños hasta gente con algunas canas, hacían una fila enorme (aunque no sé si por los mallones o por el gran balón). Lo cierto es que lo que querían era su selfie —esa manera instantánea de capturar en una foto todo el narcisismo contemporáneo,— con balón y mallones. Deportes y nalgas. El olor a testosterona era insoportable. Solo faltaba la cerveza.
            Por otro lado, me ha llamado la atención que tanta gente use el Museo Soumaya, inaugurado en 2011, como telón para tomarse estas fotos que han invadido las redes sociales. Este museo, tan mal reseñado y hasta ninguneado por el gremio de arquitectos (acá Alejandro Hernández http://criticalnarrative.wordpress.com/2011/04/19/el-soumaya/), resulta ser el fondo ideal para la máxima expresión del individualismo en nuestra sociedad contemporánea, tan ansiosa de imágenes. Y es que no se puede negar que, aunque el interior del museo es indignante, la fachada de hexágonos plateados que reflejan el sol en sus curvas (sin mallones y que, sobra decir, no hacen nada por el interior,) se ve espectacular.
Pero entonces, ¿qué tiene en común el Brazuca gigante de un centro comercial y el Soumaya? Y la respuesta, aunque triste, es: todo.
El territorio del centro comercial es un territorio donde reina la cultura del consumo, ¿y qué herramienta es más accesible que la imagen para fomentar el consumo? “Me tomé mi foto con el #Brazuca #TennisWorldUniversidad #MallonesyDeportes #Sabroso #Instagood #PatioUniversidad #Gastocomotonto #Solofaltalachela” , es lo que parecería que quiere la tienda de deportes. Qué mejor publicidad que la que no se paga. ¿Y no es lo que quiere el Soumaya, también? ¿No es, en el fondo, una gran estrategia hacer una carcaza que se vea a lo lejos aunque el contenido no importe? ¿No son las curvas del Soumaya lo mismo que la “sensualidad” de las chicas y sus hexágonos los mallones?
La gente quiere su selfie, y si eso implica rayar en lo burdo para darles el chance de tomársela —lo brilloso, los clichés de género, el gusto pambolero—, ¿quiénes somos nosotros para criticarlo? Bien dice el dicho, al cliente, lo que pida.

Yo mejor voy por esa cerveza.