Un
famoso concurso de arquitectura ha dado a conocer a sus ganadores: todos son
proyectos interesantes, no cabe duda, como tampoco cabe duda que el jurado, atinado
y bien escogido, ha elegido desinteresadamente aquellos proyectos que creía
merecedores de tan distinguidos premios. Sin embargo, todos los proyectos
revelan algo que, en mi opinión, es un error fundamental dentro de la visión de
los arquitectos.
El concurso en cuestión planteaba
resolver un problema de movilidad en el cruce fronterizo entre Tijuana y San
Diego. Las garitas fronterizas están ubicadas a un lado del río que atraviesa
Tijuana de norte a sur y que separa este punto de cruce —el punto fronterizo
con mayor flujo del mundo,— con el centro de la ciudad, que no debe estar a más
de 15 minutos caminando. El objetivo del concurso era revitalizar la zona y
ofrecer una conexión directa entre las garitas y el otro lado del río, una
calle peatonal que lleva al centro.
Sin duda un proyecto bien concebido
y urgente, los resultados planteaban programas diversos para solucionar el
problema. Sin embargo, todos coincidían en imaginarse un paisaje en el que el
río tenía un caudal constante, armonioso, de agua limpia y lirios a los
alrededores. Ahora bien, claro que un río ofrece grandes posibilidades para el
diseño arquitectónico y paisajístico, y que a todo mundo se le antoja ir a
sentarse a la orilla a comerse un sángüich de jamón; ¿pero de veras creen estos
arquitectos que ese río en
particular, en medio de un desierto en donde apenas llueve algunos días al año,
se puede concebir como un río de esos que adornan ciudades en otras partes del mundo?
No niego que el paisaje sin río es
desolador: un canal de concreto de unos 20 metros de ancho y 5 metros de
profundidad, en el que se ve basura y unos pastitos creciendo milagrosamente en
su lecho; pero tampoco se puede negar que, cuando se llena, aunque sea unos
cuantos días al año, lleva consigo toda la arena y basura y los tres pobres
pastos que encuentra a su paso (y que además puede ser tan violento como lo fue
el Río Santa Catarina de Monterrey en 2010). Este tipo de ríos, sobra decirlo,
dominan el paisaje urbano de muchas de las ciudades del desértico norte
mexicano y, como una gran cicatriz, empobrecen la calidad de vida a sus
alrededores. ¿Pero qué hacer, si no ese canal, con un caudal caprichoso y su
estacionalidad, que es tan fugaz como marcada? ¿Entubarlos? ¿Llenarlos de agua
de piscina clorada como el Santa Lucía de la Sultana para que parezca hotel de
Las Vegas?
Y sin embargo, los arquitectos —o bueno, sus renders,— llegan a Tijuana y plantean el
canal como un río idílico, con gente en las orillas y una corriente constante.
Por esto, pregunto, ¿para qué están diseñados estos proyectos?, ¿de veras que
su vida ideal y útil solo está pensada para 1 semana al año? ¿Y si se les
ensucia el agua?
Dice James Corner que sin una imagen
previa del mundo uno no puede proyectar nada. El problema radica en que los
arquitectos tenemos una visión demasiado propositiva del mundo, que viene desde
la raíz misma de la profesión: nos enseñan en la escuela a proponer cosas
idealizadas y que solucionarán por sí mismas los problemas del mundo. Es decir
que, en realidad, nos enseñan a creer que el mundo puede ser resuelto a partir
del diseño arquitectónico: nuestra imagen previa nos concibe como magos que, a
través de un gran diseño, podemos
modificar un entorno completo.
Y venga, no está mal, no estoy enteramente en
contra: creo que el diseño juega un rol importantísimo en la creación de la
identidad social, y que, como señala Deyan Sudjic, la arquitectura provee el
lenguaje a través del cual se desarrollan las ciudades; pero también coincido
con Sudjic cuando dice que ésta se encuentra a la orilla de la discusión sobre
cómo funcionan y qué deberían ser. Por esto, creo que no cabe duda que la
arquitectura responde mucho más a lo que dicta la economía y la política que a
los deseos formales y directamente utopistas de los arquitectos. Sin embargo,
nosotros seguimos creyendo en nuestro rol de salvavidas.
Y sí, por otro lado, también entiendo el tema del
render y la imagen del mundo
idealizado para vender un proyecto, yo también me he enfrentado a la voracidad
de la gente que lo que quiere consumir es una imagen espectacular y a la
realidad de que en el fondo, de eso vivimos; pero de repente empiezo a temer
que lo que los arquitectos piensan a la hora de hacer un render no es en que lo hacen por vender —lo que sería simple
honestidad intelectual y un cinismo admitido—, sino en que eso es lo que va a ser, lo cual es un cinismo total por ser tan
flagrantemente acrítico. Y es que para diseñar una imagen no se necesita un
contexto, se puede hacer cualquier cosa y, si
se ve bien, venderá.
Yo tengo fe ciega en los concursos porque creo
que sacan a la luz propuestas y lenguajes novedosos, pero no creo que por ser
novedoso deba perderse la conexión con la realidad que requiere urgentemente de
este tipo de propuestas. No siento pertinente seguir promoviendo la visión
utopista e idealizada en un contexto que necesita de soluciones pragmáticas y
eficientes, que atiendan problemas reales, y me parece que, si no lo hacemos
consciente, seguiremos tan alejados como lo estamos de ese mundo que, en el
fondo, tal vez no nos necesite tanto.
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