Me
piden hablar sobre las secuencias espaciales en la arquitectura contemporánea.
A mí no me interesa demasiado porque siento que la espacialidad en la
modernidad líquida —en términos de
Zygmut Bauman,— no es muy distinta a
la de la arquitectura moderna —de la
cual, en términos espaciales, es heredera. Me parece que, tomando en cuenta que
el mundo se encuentra inmerso en un momento en donde lo que domina los
discursos políticos y artísticos son la imagen, el símbolo y la moda, para
hablar de la arquitectura contemporánea se tiene que hablar de la arquitectura
como un “dominio de la representación cultural”, como lo plantea Michael Hays
en su libro El Deseo de la Arquitectura,
y no sólo como una disciplina encerrada en sí misma.
Para Hays, la arquitectura es una
manera de negociar entre lo real y lo simbólico —es decir, la arquitectura como objeto
de lo real (como cosa en sí) se
inscribe dentro del mundo como un sujeto
de lo simbólico (un agente de representación). Esto significa que la
arquitectura es siempre un discurso de algo ajeno
a ella. Sin embargo, dado que la arquitectura, como todas las artes, no tiene
otra manera de ser más que a través
de sí misma —es decir, a través del
espacio y la forma y el sitio y etc—,
es necesario entender el sistema de símbolos de la arquitectura, que no es nada
más que su lenguaje, para entender el discurso que le toca, o sea, sus
secuencias. Y es que, por más que la arquitectura como espacio no haya cambiado
demasiado, los discursos éticos y estéticos en la modernidad y la posmodernidad
son totalmente distintos.
Me parece que no hay mejor ejemplo
de qué significa la arquitectura moderna que la obra de Le Corbusier, la cual
podemos considerar como inscrita en tres grandes áreas: la ideológica y
política, la de la lógica de producción industrial y la de la arquitectura como
parte de las vanguardias artísticas de la primera mitad del siglo XX. No es que
en la obra estén separadas como tal, pero analizarlas cada una por su cuenta
ayudará a dilucidar lo que se quiere decir.
La parte ideológica no es nada más que una idea
positivista del mundo, muy en boga en ese entonces, en donde se considera que
la arquitectura puede ser un vehículo del progreso que ofrece la tecnificación
del mundo. Esta postura, moralista y unitaria, es precisamente la que llevaría
a la arquitectura moderna a su inminente debacle, sobre todo a partir de los
años sesenta, por dar por hecho que la arquitectura por sí misma podía resolver
los problemas del mundo en un solo gesto: la arquitectura como fórmula
universal, replicable y ajena a la historia.
La segunda, la de la lógica de producción: Le
Corbusier entiende que la producción industrializada de materiales propone una
nueva manera de dar forma a la arquitectura, y a partir de esta premisa propone
los famosos cinco puntos que se repetirían ad
nauseam por el mundo. Además, comparte con el Futurismo italiano una fe
ciega en la máquina y, fascinado por lo que éstas ofrecen, propone la idea de
“la máquina de habitar.”
La tercera, Le Corbusier dentro las vanguardias
artísticas de principios del siglo XX, va de la mano con la anterior. ¿Qué más
fueron las vanguardias sino el replanteamiento de las artes como lenguaje per se? Y en este caso, ¿no es la Villa
Saboya un discurso sobre la forma misma de la arquitectura en su estado más
puro, sobre la posibilidad de lo
moderno? Entonces tenemos como resultado una obra que replantea al espacio
mismo y que ofrece una nueva manera de recorrerlo, que propone una serie de
postulados sobre la manera en que se da forma al objeto arquitectónico y que
establece, entonces, una nueva concepción de la arquitectura —en contraposición a las tendencias
eclécticas de la época que buscaban a las formas históricas para ser. El discurso de Le Corbusier, pues,
es sobre lo nuevo, el objeto como forma pura, el recorrido espacial como elemento
predominante de la arquitectura.
Estas ideas, sumadas a las de Ludwig Mies van der
Rohe —donde se privilegia el orden cartesiano
y la “honestidad” estructural en los edificios,— dominarán la producción arquitectónica por algunos años. Sin
embargo, en la década de los 60 y principalmente los 70, estos postulados se
ponen en tela de juicio primero por haber agotado sus capacidades como lenguaje
—como repertorio de formas—, segundo porque comienza a haber gente
que cuestiona la postura de querer alejarse de la historia como significante de la sociedad, y,
finalmente, porque la idea misma de sociedad que se pretendía con esta arquitectura
se desmorona.
Así, surgen muchos críticos que buscan volver a
una arquitectura que se inserte más de lleno en las complejidades del mundo
contemporáneo, que entienda a la arquitectura como algo que va más allá de sí misma y, además, que atienda a la
arquitectura como parte de una historia simbólica y no puramente como formas
abstractas y morales. Entre estos críticos, la que encuentro más pertinente para
explicar al sistema de los star
architects contemporáneos es Denise Scott Brown, pues es quien comienza a
cuestionar a la arquitectura “docta”, es decir, aquella que se aleja del
público general a partir de negar los símbolos de la cultura popular.
Para Scott Brown, en su ensayo Learning from Pop, la arquitectura que
busca representar a la Arquitectura —es
decir, explorar su forma pura—, ha
perdido contacto con el mundo externo, dominado por lógicas comerciales y
económicas. De esta manera, mientras en las academias y despachos de
arquitectura se imparte una enseñanza y
se producen edificios dogmáticos basados en el espacio y los materiales, el
resto del mundo construye suburbios y centros comerciales y sets de televisión
que, cargados con una ideología ajena al modernismo e inmersa en los códigos de
valor de la vida cotidiana, se vuelven la norma en las ciudades. Lo que importa
en los suburbios, según Scott Brown, no es el espacio sino la comunicación a
través de él.
A partir de este ensayo y las obras de muchos
otros críticos como Aldo Rossi y Robert Venturi, surge una nueva generación de
arquitectos que intentan atender estas preocupaciones. Ahora, si bien al
principio se echó mano de los elementos más obvios de la arquitectura para inscribirse
en la historia, el lenguaje clásico (eso sí, simplificado,) pronto las búsquedas por significar encontraron otros caminos. Esto, sumado a una época en
donde la idea misma de manifiesto da pánico, ha dado como resultado un vasto
lenguaje formal que a simple vista podría parecer caprichoso, aunque en el
fondo no lo sea: la arquitectura, bajo la idea de modernidad líquida, busca ser
símbolo. Así, proyectos icónicos como el Guggenheim de Bilbao, que tal vez sea
el paradigma del discurso pop de la arquitectura, tienen más que ver con cómo
se insertan en el mundo —es decir, con una lógica ajena a ellos,—que con su disposición interna como secuencia de
espacios. Y es que la arquitectura contemporánea, como cualquier objeto
cultural, está inmersa en la lógica de la producción capitalista, es decir, es
un producto de consumo. Y es que la producción capitalista está sujeta a la
necesidad de crear lo nuevo por lo nuevo, porque si se satisficieran las
necesidades, ¿qué más se habría para consumir?
Boris Groys dice que lo contemporáneo es aquello
que aún está en duda, que aún no ha saciado su capacidad de decir algo sobre el mundo, la historia y
su contexto. Lo cierto es que la arquitectura-como-espacio-y-sin-historia llegó
a su límite y los arquitectos tuvieron que buscar nuevos caminos de
exploración. Así, la arquitectura contemporánea se inscribe dentro del mundo
consumista como un espectáculo, donde lo que importa tal vez no es tanto el espacio en sí sino el evento, el
símbolo, la imagen y la moda, y por lo tanto su apariencia está en constante
cambio. La arquitectura de hoy en día, la de revista, aunque todavía sea
espacio y luz y forma, tiene más que ver con Lady Gaga que con Le Corbusier.
Ahora bien, si los paradigmas han cambiado tan
radicalmente, cabe preguntarse si puede juzgarse a la arquitectura
contemporánea de la misma forma en que se juzgaba a la arquitectura moderna. Y,
finalmente, si no existe una ideología concreta detrás de esta manera de dar
forma al mundo, ¿agotará sus capacidades discursivas o, precisamente por
carecer de discurso, continuará reproduciéndose ad infinitum?
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