De ahí uno sube por elevador a un
quinto piso, por encima de la caja blanca, en donde un letrero dice cínicamente
“plataforma panorámica”. Y digo cínicamente porque en el momento en que se abren
las puertas del elevador, un miembro del estaf, con gafete y todo, te indica, tan
tajantemente que no lo cuestionas, que pases directo a la sala posterior, en
donde se te mostrará un video, muy didáctico, eso sí, en donde el tema de los
genocidios se trata como documental de leones de NatGeo.
No quiero ahondar en los detalles de
la exposición, efectista a más no poder (¿de veras se necesita exagerar más el Holocausto?, ¿no ya es
suficientemente dramático en sí mismo?).
Lo que sí es que, después de pasar por tanto espacio lúgubre y laberíntico,
llegar a la caja-blanca-que-cuelga se agradece. Una vez dentro, una pieza de
Jan Hendrix, llamada elocuentemente “Memorial de los niños”, invita a cualquier
usuario de smartphone a abrir Instagram y ponerse creativo. Pero la experiencia
de la pieza no se queda ahí: al tiempo suena una música New Age para poner el
ambiente más adecuado porque, al parecer, la pieza en sí no es suficientemente
dramática. Ay, mis hijos.
Después viene la parte de otros
genocidios, porque sería demasiado solo hablar del Holocausto. El genocidio en
Ruanda se observa al ritmo de una exótica música de tambores, el de Guatemala
con flautitas andinas y, al final, hay unas fotos de niños indígenas muy monos
vestidos con ropitas típicas muy bonitas y un letrero que dice ¿y tú qué haces?
o algo así. Lugar común tras lugar común tras lugar común. Salgo de ahí y en
vez de tomar el elevador pregunto a los policías si puedo bajar por las
escaleras, a lo que se me quedan viendo con cara de no-deberíamos-dejarlo-pero-no-nos-han-dicho-nada-entonces-adelante-joven.
De regreso al atrio, me entero que
la salida es a través de (drum roll) la tienda, con un mensaje que dice que el
museo se sostiene gracias a las aportaciones de los visitantes. Chantaje tras
chantaje tras chantaje. Las puertas automáticas se abren pero uno no sale
directo a la calle, antes se tiene que pasar por un torniquete de cuerpo
completo, como si estuviera uno entrando al Azteca. Claro, se me olvida, no
vaya a ser que alguien indeseable de
la calle se cuele por nuestra tienda. Ah, qué linda la tolerancia.
Hace poco, Alexandra Lange (We need more museums that let us relax into
knowledge, publicado en Dezeen) homenajeaba al Museo de Antropología de
Ramírez Vázquez porque, a su parecer, da chance a que el visitante lo recorra a
placer. El gran atrio conecta todas las salas, pero no hay un recorrido fijo. Y es que, por más que un museo
ofrezca siempre un punto de vista sobre lo que expone, el Museo de
Antropología, según Lange, permite eso que el de la Memoria y Tolerancia no:
que el que lo recorre arme su propia narrativa. Al contrario, el discurso del
Museo de la Memoria y la Tolerancia niega precisamente eso que pretende
exhibir: no admite una opinión ajena, pues es un monólogo ready made que uno se tiene que tragar enterito, como el Chai Latte
de Starbucks.
Saliendo llegué al Hemiciclo a
Juárez, que nunca me había parecido tan democrático, y volteando alrededor
agradecí estar rodeado de oficinistas, punks, darks, hippies, fresas y gente común
y corriente, caminando por ahí y haciendo sus cosas. Y es que se aprende mucho más de tolerancia en la Alameda Central que en
este museo, monotemático y chantajista.
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