25.9.14

Des(i)erto

No creo en nuestra época. No creo en la bondad, no creo en la caridad, no creo en la buena onda, no creo en lo “verde”. Tampoco creo en los medios ni en los mensajes ni en las listas de top tens ni en los discursos mediáticos; como no creo en que busquemos el bien común ni en que realmente se planteen las preguntas correctas. No creo en los políticos ni en la ciencia ni en la moral de familia-en-domingo-por-la-tarde ni en la farándula. Dudo incluso, que es casi lo mismo que no creer, de la posibilidad de entender realmente un discurso ajeno.
            No puedo hablar de otra época porque nunca viví en otra época, pero puedo decir que ésta me parece decadente. Nada en ella es real: todo está filtrado por un velo de falsedad impulsado por nuestra necesidad de entretenernos. Lo que exigimos de la realidad es que el mundo nos conmueva desde nuestros sillones y, bajo esta lógica, podemos pasar de la peor tragedia colectiva a la risa por un comentario aparentemente gracioso de algún tipo que no tiene nada mejor que hacer. No importa: ambos tienen el mismo valor. Compartir. Aplausos.
Nos aburrimos y no nos damos cuenta que el aburrimiento es síntoma de una sociedad podrida y aburguesada que, sentada y sin ninguna intención de hacer algo significativo, decide que aquello que es no le hace pasar bien el tiempo. Así, nos hemos forzado como especie-que-comunica-y-se-aburre a transmitir nuestro relato de maneras “novedosas” y espectaculares, en las que lo que importa no es el hecho sino cómo se narra este hecho. Si no está bien comunicado, no me importa: paso al siguiente y me olvido del anterior.
            Además, en este momento en donde todos los discursos son iguales, le hemos dado demasiada importancia al individuo y a la opinión pública y hemos negado toda capacidad de cuestionarnos de forma objetiva. Desde nuestra trinchera mediática, aislada y personal, decimos lo que pensamos y además creemos, porque hemos querido creer, que tenemos que ser escuchados porque nuestra opinión cuenta. Por si fuera poco, metidos en este régimen de historicidad personal anulamos no sólo cualquier posibilidad de diálogo sino también de acción. Y anulando cualquier posibilidad de acción anulamos al mismo tiempo cualquier futuro. Pero esto no importa, porque lo que queremos es el presente inmediato, no aburrirme ahora mismo.
            El único resultado de esto es que hemos cedido nuestra individualidad y nuestra voluntad de acción a un tercero (llamado “sistema”, “capitalismo”, “mercado” o simplemente “estado”) que, aprovechando la confusión, nos encasilla en roles que aparentemente fomenta, mientras que, sin darnos cuenta, impone sobre nosotros su moral y su cosmogonía materialista como un manto invisible, abusivo y totalitario.
            Estamos jodidos, y la única manera en que esta tendencia podría revertirse sería un cambio radical en la manera en que concebimos nuestro lugar en el mundo: tendríamos que revalorar la manera en que nos aproximamos a la realidad en términos morales, generar un nuevo paradigma en la manera en que nos relacionamos con lo-que-nos-rodea, reconsiderar a fondo nuestro rol como entes históricos. Replantearnos, en suma, nuestro momento y relación con el tiempo. Pero agotadas todas las posibilidades y admitiendo la derrota ante el discurso, ante la pesadilla semántica de la posmodernidad y el velo mediático a partir del cual generamos nuestra cosmogonía, esta empresa se antoja casi imposible. No, querido Gil, la revolución no será televisada porque en realidad, no existirá tal cosa.

14.9.14

La posibilidad de lo público

Ya lo señalaba Jane Jacobs en Life and Death of Great American Cities: el éxito del espacio público en tanto lugar significativo para una comunidad deriva de la multiplicidad de usos a sus alrededores. Esto quiere decir que el espacio por sí mismo poco puede hacer para congregar gente: es necesario, además, generar programas variados para proveerlo de transeúntes: el espacio, para que sea plural, requiere pluralidad de habitantes.
Por su parte, en Public and Private Spaces of the City, Ali Madanipour hace un recuento histórico del significado que el espacio público ha tenido en el desarrollo de las ciudades occidentales. Para el autor, no cabe duda que la función histórica de las plazas y calles de una ciudad responde a una necesidad colectiva de comunicación y de comercio. En la plaza antigua nos enfrentamos con el otro al tiempo que compramos, a un otro otro, lo que necesitamos para nuestra vida privada. La conclusión es la misma que la de Jacobs: es la suma de otros la que le da sentido a lo público, a lo que es de todos.
Sin embargo, la posmodernidad presenta un panorama que se antoja radicalmente distinto, y a veces hasta contrario, a estos usos. Por un lado, el surgimiento de los mercados globales y las empresas transnacionales, que a partir de acaparar el discurso comercial a través del marketing y alejar al ciudadano de a pie de los procesos de producción y distribución de los productos que venden, han roto esa pieza fundamental de las relaciones ciudadanas en las que un individuo le compra algo a otro individuo, suplantándolo por una empresa sin cara que provee servicios. Por el otro, el surgimiento de los medios de comunicación masivos, que permiten a las personas compartir información a distancia, ha terminado con la necesidad real de tener que salir a la calle, a lo público, para estar enterados de lo que sucede en el mundo que nos rodea.
Ante este panorama, Madanipour reconoce una desespacialización de la esfera pública de las ciudades, que en vez de su espacio real, aquel de tres dimensiones, recurren a los medios digitales para transmitir sus discursos. Asimismo, al corporativismo al cual estamos sujetos le conviene la negación de lo otro para que su negocio sea rentable. Es una ecuación sencilla: mientras mayor sea la preponderancia en una rama de comercio, mayor margen de ganancias habrá.
La traducción urbana y arquitectónica de estos dos fenómenos es, por un lado, una pérdida de interés (y por lo tanto de significado) de los espacios públicos; y por el otro, la aparición y apropiación de espacios privados de comercio que se antojan públicos, aunque su objetivo sea radicalmente lo contrario. Y es que mientras la plaza pública admite distintos discursos y deviene más viva mientras más plural; la plaza privada pretende ser un modelo replicable, controlado y cuyo principal interés es el desarrollo de capital. Pero entonces surge una pregunta: ante estas dos premisas, ¿es posible generar espacio público —aquel de plazas y kioskos que tanto nos gustan,— en la actualidad?
En el libro Milagros y Traumas de la Comunicación, el filósofo italiano Mario Perniola discute el régimen de historicidad bajo el cual se suscribe esta época. Para Perniola, el relato contemporáneo está velado por los medios de comunicación, los cuales presentan una versión del mundo que pertenece a lo que los griegos llamaran plasmata: la realidad se relata filtrada por un discurso que pertenece más a lo ficticio que la realidad efectiva de la cosa, o acontecimiento, y por lo tanto su eficiencia comunicativa radica no tanto en lo que se relata sino en cómo se relata. De ahí que, partiendo de la premisa que la arquitectura es también un medio de comunicación que está íntimamente ligado al zeitgeist de la época en la que se genera, sea claro que algo hay de ficticio en su discurso contemporáneo.
No: las plazas comerciales, mediatizadas y ascéticas, no promueven el diálogo y la pluralidad sino todo lo contrario: buscan usuarios que, aunque aparentemente distintos, puedan convivir bajo sus reglas en un espacio pensado para estimular sus intenciones individuales de compra: la manera voraz de acaparar el mercado suprime la posibilidad de autogestión al tiempo que, contradictoriamente, pretende celebrar al individuo en su pluralidad. Las formas, aparentemente amables y receptivas, son en realidad imposiciones de un régimen moral que poco admite el contexto en el que se encuentra inscripto.
El problema, nuestro problema, es que, acostumbrados a este régimen y con las herramientas de comunicación de las redes sociales, hemos negado la posibilidad de generar alternativas viables donde se generen espacios de diálogo. Además, el panorama pinta cada vez más desolador: el esfuerzo colectivo y político que implicaría generar un espacio plural y democrático en un centro urbano consolidado y sometido a las fuerzas del movimiento de capital se antoja tan complicado que hemos abandonado cualquier intención de proponerlo.

El espacio público, ese que tanto anhelamos, se nos ha escapado de las manos mientras twitteamos al respecto. Bien lo decía Koolhaas, “estábamos construyendo castillos de arena, ahora nadamos en las aguas que acabaron con ellos.”

5.9.14

Nada significan los segundos en este espacio blanco y unidireccional.

I

Promuevo mi lenta agonía,
mi caminar hacia una hoguera inevitable,
fomento mi propio y
catastrófico destino.
Busco cosas que me desvíen
aunque las busque sin querer encontrar
algo
que me saque,
que me mueva,
que me diga que hay algo más.

II

Freno de vez en cuando
(aunque sé que no se puede frenar)
para intentar voltear atrás,
para ver
si en algún momento,
si en un instante de distracción,
puedo encontrar el punto exacto en el que tracé este camino.

(Pero no puedo parar.
No puedo ver para atrás.
No puedo hacer nada más.)

III

Continuo entonces con el rumbo de los días,
con el tránsito marcado por una mano que parece ajena
(pero que soy yo)
que se mira al espejo sin reconocerse
y que pierde la capacidad de hablar.
No tiene sentido,
me digo,
le digo,
nos decimos,

y echamos a andar.

IV

Y en el tránsito descubro cosas
y olvido las que dejo atrás
y siento el espeso caldo del tiempo
detrás de mí, brumoso e impenetrable.
Y adelante sólo veo la niebla
y la incierta certeza de un rumbo
que me pertenece.
Nada significan los segundos
en este espacio
blanco y unidireccional.

V

Solo existen la duda
y el deseo mortal.