No
creo en nuestra época. No creo en la bondad, no creo en la caridad, no creo en
la buena onda, no creo en lo “verde”. Tampoco creo en los medios ni en los
mensajes ni en las listas de top tens
ni en los discursos mediáticos; como no creo en que busquemos el bien común ni
en que realmente se planteen las preguntas correctas. No creo en los políticos
ni en la ciencia ni en la moral de familia-en-domingo-por-la-tarde ni en la
farándula. Dudo incluso, que es casi lo mismo que no creer, de la posibilidad de entender realmente un
discurso ajeno.
No puedo hablar de otra época porque
nunca viví en otra época, pero puedo
decir que ésta me parece decadente. Nada en ella es real: todo está filtrado
por un velo de falsedad impulsado por nuestra necesidad de entretenernos. Lo
que exigimos de la realidad es que el mundo nos conmueva desde nuestros
sillones y, bajo esta lógica, podemos pasar de la peor tragedia colectiva a la
risa por un comentario aparentemente gracioso de algún tipo que no tiene nada
mejor que hacer. No importa: ambos tienen el mismo valor. Compartir. Aplausos.
Nos aburrimos y no nos damos cuenta que el
aburrimiento es síntoma de una sociedad podrida y aburguesada que, sentada y
sin ninguna intención de hacer algo
significativo, decide que aquello que es
no le hace pasar bien el tiempo. Así,
nos hemos forzado como especie-que-comunica-y-se-aburre a transmitir nuestro
relato de maneras “novedosas” y espectaculares, en las que lo que importa no es
el hecho sino cómo se narra este
hecho. Si no está bien comunicado, no me importa: paso al siguiente y me olvido
del anterior.
Además, en este momento en donde
todos los discursos son iguales, le hemos dado demasiada importancia al
individuo y a la opinión pública y hemos negado toda capacidad de cuestionarnos
de forma objetiva. Desde nuestra trinchera mediática, aislada y personal,
decimos lo que pensamos y además creemos, porque hemos querido creer, que
tenemos que ser escuchados porque nuestra opinión cuenta. Por si fuera poco, metidos en este régimen de historicidad
personal anulamos no sólo cualquier posibilidad de diálogo sino también de
acción. Y anulando cualquier posibilidad de acción anulamos al mismo tiempo
cualquier futuro. Pero esto no importa, porque lo que queremos es el presente
inmediato, no aburrirme ahora mismo.
El único resultado de esto es que
hemos cedido nuestra individualidad y nuestra voluntad de acción a un tercero
(llamado “sistema”, “capitalismo”, “mercado” o simplemente “estado”) que,
aprovechando la confusión, nos encasilla en roles que aparentemente fomenta,
mientras que, sin darnos cuenta, impone sobre nosotros su moral y su cosmogonía
materialista como un manto invisible, abusivo y totalitario.
Estamos jodidos, y la única manera
en que esta tendencia podría revertirse sería un cambio radical en la manera en
que concebimos nuestro lugar en el mundo: tendríamos que revalorar la manera en
que nos aproximamos a la realidad en términos morales, generar un nuevo paradigma
en la manera en que nos relacionamos con lo-que-nos-rodea, reconsiderar a fondo
nuestro rol como entes históricos. Replantearnos, en suma, nuestro momento y
relación con el tiempo. Pero agotadas todas las
posibilidades y admitiendo la derrota ante el discurso, ante la pesadilla
semántica de la posmodernidad y el velo mediático a partir del cual generamos
nuestra cosmogonía, esta empresa se antoja casi imposible. No, querido Gil, la
revolución no será televisada porque en realidad, no existirá tal cosa.
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