Ya lo señalaba Jane Jacobs en Life and Death of Great American Cities:
el éxito del espacio público en tanto lugar significativo para una comunidad
deriva de la multiplicidad de usos a sus alrededores. Esto quiere decir que el
espacio por sí mismo poco puede hacer para congregar gente: es necesario,
además, generar programas variados para proveerlo de transeúntes: el espacio,
para que sea plural, requiere pluralidad de habitantes.
Por su parte, en Public and Private Spaces of the City,
Ali Madanipour hace un recuento histórico del significado que el espacio
público ha tenido en el desarrollo de las ciudades occidentales. Para el autor,
no cabe duda que la función histórica de las plazas y calles de una ciudad
responde a una necesidad colectiva de comunicación y de comercio. En la plaza
antigua nos enfrentamos con el otro
al tiempo que compramos, a un otro otro,
lo que necesitamos para nuestra vida privada. La conclusión es la misma que la
de Jacobs: es la suma de otros la que
le da sentido a lo público, a lo que es de todos.
Sin embargo, la
posmodernidad presenta un panorama que se antoja radicalmente distinto, y a
veces hasta contrario, a estos usos. Por un lado, el surgimiento de los
mercados globales y las empresas transnacionales, que a partir de acaparar el
discurso comercial a través del marketing y alejar al ciudadano de a pie de los
procesos de producción y distribución de los productos que venden, han roto esa
pieza fundamental de las relaciones ciudadanas en las que un individuo le
compra algo a otro individuo, suplantándolo por una empresa sin cara que provee
servicios. Por el otro, el surgimiento de los medios de comunicación masivos,
que permiten a las personas compartir información a distancia, ha terminado con
la necesidad real de tener que salir a la calle, a lo público, para estar
enterados de lo que sucede en el mundo que nos rodea.
Ante este panorama,
Madanipour reconoce una desespacialización
de la esfera pública de las ciudades, que en vez de su espacio real, aquel de
tres dimensiones, recurren a los medios digitales para transmitir sus
discursos. Asimismo, al corporativismo al cual estamos sujetos le conviene la
negación de lo otro para que su
negocio sea rentable. Es una ecuación sencilla: mientras mayor sea la
preponderancia en una rama de comercio, mayor margen de ganancias habrá.
La traducción urbana y
arquitectónica de estos dos fenómenos es, por un lado, una pérdida de interés
(y por lo tanto de significado) de los espacios públicos; y por el otro, la
aparición y apropiación de espacios privados de comercio que se antojan
públicos, aunque su objetivo sea radicalmente lo contrario. Y es que mientras
la plaza pública admite distintos discursos y deviene más viva mientras más
plural; la plaza privada pretende ser un modelo replicable, controlado y cuyo
principal interés es el desarrollo de capital. Pero entonces surge una pregunta:
ante estas dos premisas, ¿es posible generar espacio público —aquel de plazas y
kioskos que tanto nos gustan,— en la actualidad?
En el libro Milagros y Traumas de la Comunicación,
el filósofo italiano Mario Perniola discute el régimen de historicidad bajo el
cual se suscribe esta época. Para Perniola, el relato contemporáneo está velado
por los medios de comunicación, los cuales presentan una versión del mundo que
pertenece a lo que los griegos llamaran plasmata:
la realidad se relata filtrada por un discurso que pertenece más a lo ficticio
que la realidad efectiva de la cosa,
o acontecimiento, y por lo tanto su eficiencia comunicativa radica no tanto en lo que se relata sino en cómo se relata. De ahí que, partiendo de
la premisa que la arquitectura es también un medio de comunicación que está
íntimamente ligado al zeitgeist de la
época en la que se genera, sea claro que algo hay de ficticio en su discurso
contemporáneo.
No: las plazas
comerciales, mediatizadas y ascéticas, no promueven el diálogo y la pluralidad
sino todo lo contrario: buscan usuarios que, aunque aparentemente distintos,
puedan convivir bajo sus reglas en un espacio pensado para estimular sus
intenciones individuales de compra: la manera voraz de acaparar el mercado
suprime la posibilidad de autogestión al tiempo que, contradictoriamente,
pretende celebrar al individuo en su pluralidad. Las formas, aparentemente
amables y receptivas, son en realidad imposiciones de un régimen moral que poco
admite el contexto en el que se encuentra inscripto.
El problema, nuestro
problema, es que, acostumbrados a este régimen y con las herramientas de
comunicación de las redes sociales, hemos negado la posibilidad de generar
alternativas viables donde se generen espacios de diálogo. Además, el panorama
pinta cada vez más desolador: el esfuerzo colectivo y político que implicaría
generar un espacio plural y democrático en un centro urbano consolidado y
sometido a las fuerzas del movimiento de capital se antoja tan complicado que
hemos abandonado cualquier intención de proponerlo.
El espacio público, ese
que tanto anhelamos, se nos ha escapado de las manos mientras twitteamos al
respecto. Bien lo decía Koolhaas, “estábamos construyendo castillos de arena,
ahora nadamos en las aguas que acabaron con ellos.”
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