El coche en una noche de tráfico: una cápsula hermética y el radio tocando unas canciones de un compositor que desconozco pero que me hacen sentir más dentro de esa pastilla, viendo luces rojas, verdes, amarillas que se mueven, rítmicas a veces, siempre en tono con las siluetas de los árboles que se agitan con un leve viento, enmarcando las ventanas iluminadas de un edificio por allá atrás.
Esta vez la noche huele a lluvia y a calor de verano y los acordes me alejan del tráfico y mi pie pisa el freno en autómatico porque en realidad no importa nada, no estoy poniendo atención, no estoy viendo al de enfrente pasar de un lado al otro, no estoy pendiente del policía que me levanta la mano y hace un gesto como de tocar un silbato que no oigo, no estoy ahí porque sólo estoy conmigo y los acordes de esa tonada, de esa canción que me saca de la realidad que a veces vivo sin vivir y que se llama la ciudad de noche.
Y de repente el tráfico empieza a fluir, a avanzar más rápido y se descongestiona; la luz verde pasa por sobre mis ojos como un destello del deseo de llegar a casa después de un día pesado; y los acordes pasan a segundo plano porque voy, cada vez más rápido, acercándome a mi hogar, que tendrá las luces prendidas, esas luces de bienvenida que sólo tiene la casa de noche, la casa después del tráfico y del día pesado, la casa propia, la morada, que me recibe, además, con un dulcísimo olor a azaleas y a noche y a lluvia.
Sigo con la sensación de los acordes y de la noche y de la cápsula y de ese liberador momento de la luz verde y del olor de azaleas; y con eso me voy a dormir, después de un día pesado, después de una noche de tráfico, después de haber aceptado el abrazo paternal de las luces de mi hogar; me voy a dormir, en fin, después de haber sido infinitamente conmovido por un instante en el que estuve más cerca de mi mismo, encerrado en esa capsulita hermética que es mi propia cabeza.
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