29.6.09

Las malas influencias

Alejate de las malas influencias, me decía el pinche argentino ese cada vez que me veía dando el rol por ahí por donde él andaba. ¿Tú qué, gordito, muy de a pedo o qué chingaos? Y se quedaba callado, viéndome con esos ojotes azules que tenía. Parecía un querubín, de esos de iglesia barroca, con sus cachetotes y su pelo rizado y güero. Decía que había llegado hace un chingo escapando del peronismo y que la Plaza de Mayo y el barrio de la Chacarita y que la represión porque él era muy acá. Ni madres, eso que se lo crea su pinche madre, lo dejó su vieja, la Rosario, no tuvo chamba y se le hizo fácil venir para acá.

Vendía mota -y coca y anfetas y todo eso,- cerca del Parque Hundido, en un depa que le rentaba a una ruca bien cagada por poca "plata", como decía, y que había rentado porque al parecer la ruca no se daba cuenta ni del olor ni del negocio, cosa que le convenía ampliamente. Por suerte no le había pedido papeles ni contrato, porque apenas y tenía pasaporte y unas cuantas fotos de la Rosario, que guardaba en una cartera todas sudadas en las nalgas.

Me acuerdo de la primera vez que lo vi. El Andreco me llevó con él, diciendo que ora sí había encontrado de la chida de Michoacán y además rete bara. Llegamos tarde, como a las tres de la mañana, entre chiflidos de putas y un viento ojete. El depa era un desmadre, lleno de cajas con libros marxistas y muñecos de acción, con platos sucios por todos lados y restos de Glorias de Coronado pegados a las alfombras -decía que las Glorias le recordaban a los alfajores. Había un gato poca madre, todo gordo, peludo y lleno de rastas, que si le buscabas bien encontrabas cocos y con suerte hasta una bacha. El gordo Gabrielito estaba sentado en un sillón, con una sábana en los muslos, limpiando la mota como sólo él sabía. Ahí todavía traía esa barba que le quitaba su cara de querubín y que luego perdió en una apuesta con el Andreco por un partido Argentina-Brasil en el que Messi parecía un pedo y Kaká se lució.

Esa vez llegamos y Andreco me lo presentó. Un gusto, me dijo, Gabriel, y supe en seguida que era porteño. ¿Querés fumar un poco? Bueno, le dije, aunque traía el coche. La probé y la neta es que sí estaba bien buena, olía fino, como a amanecer en el Ajusco. Después nos quedamos platicando un rato y fue cuando nos contó que la Rosario lo había dejado por un jugador de Boca de esos que luego se van a un equipo de segunda de España y que nunca llegan a la selección. No quise preguntarle su edad, porque o era un ruco que se veía muy joven o un joven puteadísimo. No era nada tonto, eso que ni qué, el pedo es que era un güevón de puta madre y además inventaba historias que, aunque ficticias, eran muy cagadas.

Poco a poco íbamos más a su casa y nos fuimos haciendo muy cuates. Las tardes las pasábamos entre toques y chelas -yo,- y él su mate, que no quería cruzar. Nos la pasábamos a toda madre, hablando de "fúbol" y de cine, de Borges y Fuentes, de la Kirchner y de Obama y de todo de lo que pudiéramos hablar. Luego se fue el Andreco a hacer una maestría a España y nos quedamos sólo el Gabrielito y yo, acariciando al gato o fumando alguna novedad de algún estado de la República.

En algún momento me contó que su ex le había hablado desde Tenerife, que tenía problemas con el "Pincho" Gonzalez -justo había descendido el Tenerife,- y que no había sabido a quién buscar. Había hablado con su hermana en Buenos Aires y ésta le había dado su teléfono de acá. Me acuerdo que me lo contó casi con lágrimas en los ojos, mientras sacaba de su pantalón la foto de la Rosario, que me había enseñado tantas veces que ya la conocía de memoria. Estaba pedísimo y no quiso fumar. Tenía tanto sin saber de ella, Juanito. En ese momento me di cuenta que Gabriel estaba totalmente solo.

Tenía cuates, sí, pero amigos amigos creo que sólo yo. Todo mundo llegaba a su casa, fumaba, compraba y se iba. Yo, y Andreco en su momento, era el único que me quedaba ahí, escuchando sus historias de cuando era un chavo y Kempes hacía de las suyas, de sus viajes a los Andes y a los glaciares de Tierra de Fuego, de sus tardes en Palermo en donde conoció a la Rosario. Alguna vez, ya que me iba mejor en la chamba, quise invitarlo a comer y presentarle a la chava con la que andaba, pero no quiso y se quedó en su casa, seguramente fumando o echando el mate.

Luego de eso desapareció por un tiempo. Me acuerdo de haber llegado a su depa y de haber estado toque y toque sin respuesta. Pensé que se habría quedado dormido el muy pacheco, y que por eso no me pelaba. Pero nel, luego de un rato supuse lo que había pasado. Habría contestado el teléfono bien noche para escuchar a la Rosario que le decía vámonos a Buenos Aires, te veo ahí, donde siempre, y nos comemos un asado de tira o un buen bife. Habría empacado algunas cosas, las más importantes, y habría comprado un boleto a Buenos Aires de inmediato.

Así pasaron unos meses, el Andreco regresó de España con una morra española que lo había cambiado un chingo, ya no fumaba y apenas se echó una chela. Nos vimos un par de veces más, pero nomás no rifaba el asunto. Ni me preguntó por Gabriel. Yo ya había conseguido otro diler, un vato bien ñero que vivía por la Portales, al que nomás le echaba un fon, pasaba por la mota y me iba. Pero la neta ya no me daban ganas de fumar, como que ya había crecido, ya tenía una chamba más o menos estable y las cosas sí iban en serio con mi chava.

El Querubín se me fue olvidando y fue pasando a un rincón de la memoria que abría pocas veces hasta que un día, yendo a comer con mi jefa, me dijo que el día anterior me había hablado un tal Gabriel, que me buscaba con urgencia y decía que si le podía llamar, que le dejaba el número a mi madre. Tardé un rato en pensar en Gabrielito, como que no pensé que fuera a ser él, pero luego me acordé que me había salido de casa de mi jefa como dos meses después de que se había ido y que obviamente no tendría mi nuevo teléfono. Le hablé en la noche, llegando a mi depa. Fue cagado porque hasta ese momento me cayó el veinte de que estaba como a dos cuadras del otro depa, el de la ruca.

Me contestó una voz claramente aguardientosa, como echada a perder. Juanito, qué gusto, ché, sabía que me hablarías. Pues cómo no, pinche gordito, ¿en qué te metiste, cabrón? Pasé unos días en casa, ché, tenía que arreglar unas cosas allá. Pero ni un pinche telefonazo, güey, me tuviste bien preocupado. Ya no podía más, loco, quería largarme de inmediato, perdoname, no sabés lo que me costó. Bueno, ya, ni pedo. ¿En dónde andas, güey, cuándo llegaste? Ahora estoy acá en la Calzada de Tlalpan, en un motelito mierda de esos de putas. Llevo unos días acá, llegué el martes. Estoy pensando en hablarle a la vieja esa a ver si está bueno el depa todavía, eh, que estaría bueno poder regresar allá. ¿Y vos, qué te has hecho?

Quedamos en vernos al día siguiente y le ofrecí quedarse unos días en un cuartito que tenía libre en lo que buscaba un lugar. Me dijo que quería dejar la mota y ponerse a hacer algo, no sé, loco, escribir una novela, qué se yo. Es triste, sabés, eso de estar todo el día metido en casa sin nada qué hacer. Se consumen las tardes y yo sigo en lo mismo. Ahora que te veo, no puedo evitar pensar que eras un nene cuando te conocí. Ya creciste, Juanito, y estás bien vestido, y sabés de qué trata la vida. En cambio yo estoy hecho bosta.

Resulta que la ruca ya se había muerto y que el depa lo rentaba ahora la hija, que no tardó ni un mes en correr al pobre Gabriel, que terminó en un pinche departamentito de paredes despintadas en la Latinoamericana. Seguía siendo el mismo desmadre de siempre y, contrario a lo que me dijo, en seguida consiguío proveedor y clientes y se puso a vender ahí mismo.

Yo lo visitaba cada vez menos y cuando iba ya no se me antojaba fumar. Gabriel ya hablaba lento y sus conversaciones dejaron de ser lúcidas. La última vez que lo vi fue un sábado que llegué como a las seis de la tarde. Llevaba ya rato sin verlo y, cuando me abrió me sorprendió que se había dejado la barba otra vez y que parecía rabino judío, nomás que con los ojos todos rojos. Estaba flaquísimo y en el suelo había un chingo de envolturas de Glorias. En la sala había unos vatos con una pinta jodida y una mala vibra espantosa. Ni siquiera estaban fumando mota, se la pasaban inhalando algo que creo que ni a coca llegaba. Cuando me vieron entrar se pararon y se fueron inmediatamente, despidiéndose de Gabriel. A mi ni me voltearon a ver.

Ese día, Gabriel me contó que estaba en pedos con los otros dilers de la unidad, que no les latía que un "pinche güero" les estuviera robando a la clientela. Yo le dije que se anduviera con cuidado, que se saliera de ahí lo más pronto posible. Ahora creo que ya era muy tarde.

Como cuando se fue a Buenos Aires, pasé mucho rato sin verlo y, cuando ya se me estaba olvidando el pobre gordito, vi en una notita en el periódico la noticia de un asesinato a las afueras de Metro Copilco. Se hablaba de un crimen "relacionado al narcomenudeo". La víctima, que se creía vivía en la Latinoamericana, todavía no había sido identificada, pero la descripción no me dejaba la menor duda: barbón, gordito y, como dato curioso, con los bolsillos llenos de Glorias.

1 comentario:

Diario de un PEaton dijo...

Loco esta pocamadre tu texto, no mames yo igual tuve la oportunidad de conocer a un tipo chevanier, en uno de mis viajes, recorio 31 estados, y tien la fortuna de no tener un futuro establecido, venga loco, me a agradado.