30.10.14

Todos mis muertos

Vino el fantasma a visitarme y lo dejé pasar.
Abrío la puerta con un ligero viento
y yo, de espaldas,
asentí.

Dejé que me invadiera poco a poco,
que me tocara la piel erizada,
que me silbara al oído su música preferida.
Y me rendí ante su presencia rota
mientras miraba al sol frío entrar por la ventana.

28.10.14

Pacto

(A partir de los indescriptibles hechos acontecidos en Iguala el 26 de septiembre y la avalancha de revelaciones espeluznantes que han seguido, defendí una postura que fue severamente cuestionada en redes sociales: tal vez nosotros somos parte del problema en tanto que legitimamos el statu quo. Entiendo que reestructurar al país se antoja casi imposible, pero acá abro un camino posible de acción en contra de uno de los síntomas de esa estructura que, aunque totalmente local e inmediato, podría servir de esquema para aplicar en otras áreas.)

Desde que se abrió la extensión Doctor Gálvez-Caminero de la línea uno del Metrobús, el uso ilegal del carril confinado por parte de los conductores de vehículos privados no ha sino aumentado. Esta tendencia, que al principio parecía un abuso flagrante por parte de unos pocos, se ha hecho tan común que ahora hasta es promovida por agentes de tráfico que, lejos de tener la capacidad —o incluso la intención, — de aplicar la ley a todo infractor (una multa de 40 días de salario mínimo y remisión del vehículo al corralón —imagínense el dinero que podría recaudarse), incitan a los conductores a usarlo.
            La lógica es la siguiente: Insurgentes Sur es, junto con la Carretera Picacho-Ajusco y Calzada de Tlalpan, la única vía de acceso para un gran número de personas que viven en el surponiente de la ciudad y, por lo tanto, el tráfico para entrar o salir de esta zona a horas pico es insufrible. Así, pues, es cierto que el hecho de que un gran número de autos usen el carril confinado reduce el tiempo de traslado. Sin embargo, esto no quiere decir que esté bien que se haga y menos, por supuesto, si esto perjudica a los usuarios del transporte público, quienes ahora sufren también del mismo tráfico que el sistema Metrobús, que ha elevado sus precios de 3.50 pesos en 2008 a 6 pesos en 2014, les prometía evitar en un principio.
Pero sobre todo, lo que se revela son dos problemas fundamentales: en primer lugar, una contradicción total entre el discurso que promueve y la realidad con la que acciona el gobierno del Distrito Federal, el cual en papel impulsa el uso del transporte público mientras que, al final, concede privilegios a los conductores de autos privados para agilizar el tránsito, en detrimento de aquellos que sí usan los servicios colectivos. Acá pregunto, si se necesitan incentivos para que la gente considere usar otros medios de transporte, ¿no sería suficiente con que no haya concesión alguna para los autos privados? Supongo que, de ser así, algunos de éstos comenzarían a cambiar de opinión.
Por el otro lado, el problema se reduce a un conflicto moral. En principio, las leyes existen para que triunfe el Estado por sobre el individuo. Es decir, a partir del Estado, los individuos cedemos el poder a un ente abstracto que garantiza que ningún otro individuo nos perjudique o abuse de su poder. Respetar la ley es, pues, respetar al Estado. Esto debería ser muy simple: si queremos que prevalezca lo común, lo público, lo que hemos construido como seres históricos, debemos luchar en contra de las individualidades que atenten contra aquel ideal.

Así, pues, el abuso del carril confinado del Metrobús es el triunfo de una mentalidad que privilegia al individuo gandalla y que atenta directamente contra el bien común. Este tipo de individuos son indefendibles, y no podemos permitir que por unos cuantos acabemos todos jodidos. Tomar responsabilidad sobre nuestras acciones y entender que lo público es primordial para la existencia de lo privado son pasos importantes para la construcción de una sociedad más equitativa; y si el gobierno no está ahí para promoverlo, somos nosotros los que tenemos que actuar.

25.9.14

Des(i)erto

No creo en nuestra época. No creo en la bondad, no creo en la caridad, no creo en la buena onda, no creo en lo “verde”. Tampoco creo en los medios ni en los mensajes ni en las listas de top tens ni en los discursos mediáticos; como no creo en que busquemos el bien común ni en que realmente se planteen las preguntas correctas. No creo en los políticos ni en la ciencia ni en la moral de familia-en-domingo-por-la-tarde ni en la farándula. Dudo incluso, que es casi lo mismo que no creer, de la posibilidad de entender realmente un discurso ajeno.
            No puedo hablar de otra época porque nunca viví en otra época, pero puedo decir que ésta me parece decadente. Nada en ella es real: todo está filtrado por un velo de falsedad impulsado por nuestra necesidad de entretenernos. Lo que exigimos de la realidad es que el mundo nos conmueva desde nuestros sillones y, bajo esta lógica, podemos pasar de la peor tragedia colectiva a la risa por un comentario aparentemente gracioso de algún tipo que no tiene nada mejor que hacer. No importa: ambos tienen el mismo valor. Compartir. Aplausos.
Nos aburrimos y no nos damos cuenta que el aburrimiento es síntoma de una sociedad podrida y aburguesada que, sentada y sin ninguna intención de hacer algo significativo, decide que aquello que es no le hace pasar bien el tiempo. Así, nos hemos forzado como especie-que-comunica-y-se-aburre a transmitir nuestro relato de maneras “novedosas” y espectaculares, en las que lo que importa no es el hecho sino cómo se narra este hecho. Si no está bien comunicado, no me importa: paso al siguiente y me olvido del anterior.
            Además, en este momento en donde todos los discursos son iguales, le hemos dado demasiada importancia al individuo y a la opinión pública y hemos negado toda capacidad de cuestionarnos de forma objetiva. Desde nuestra trinchera mediática, aislada y personal, decimos lo que pensamos y además creemos, porque hemos querido creer, que tenemos que ser escuchados porque nuestra opinión cuenta. Por si fuera poco, metidos en este régimen de historicidad personal anulamos no sólo cualquier posibilidad de diálogo sino también de acción. Y anulando cualquier posibilidad de acción anulamos al mismo tiempo cualquier futuro. Pero esto no importa, porque lo que queremos es el presente inmediato, no aburrirme ahora mismo.
            El único resultado de esto es que hemos cedido nuestra individualidad y nuestra voluntad de acción a un tercero (llamado “sistema”, “capitalismo”, “mercado” o simplemente “estado”) que, aprovechando la confusión, nos encasilla en roles que aparentemente fomenta, mientras que, sin darnos cuenta, impone sobre nosotros su moral y su cosmogonía materialista como un manto invisible, abusivo y totalitario.
            Estamos jodidos, y la única manera en que esta tendencia podría revertirse sería un cambio radical en la manera en que concebimos nuestro lugar en el mundo: tendríamos que revalorar la manera en que nos aproximamos a la realidad en términos morales, generar un nuevo paradigma en la manera en que nos relacionamos con lo-que-nos-rodea, reconsiderar a fondo nuestro rol como entes históricos. Replantearnos, en suma, nuestro momento y relación con el tiempo. Pero agotadas todas las posibilidades y admitiendo la derrota ante el discurso, ante la pesadilla semántica de la posmodernidad y el velo mediático a partir del cual generamos nuestra cosmogonía, esta empresa se antoja casi imposible. No, querido Gil, la revolución no será televisada porque en realidad, no existirá tal cosa.

14.9.14

La posibilidad de lo público

Ya lo señalaba Jane Jacobs en Life and Death of Great American Cities: el éxito del espacio público en tanto lugar significativo para una comunidad deriva de la multiplicidad de usos a sus alrededores. Esto quiere decir que el espacio por sí mismo poco puede hacer para congregar gente: es necesario, además, generar programas variados para proveerlo de transeúntes: el espacio, para que sea plural, requiere pluralidad de habitantes.
Por su parte, en Public and Private Spaces of the City, Ali Madanipour hace un recuento histórico del significado que el espacio público ha tenido en el desarrollo de las ciudades occidentales. Para el autor, no cabe duda que la función histórica de las plazas y calles de una ciudad responde a una necesidad colectiva de comunicación y de comercio. En la plaza antigua nos enfrentamos con el otro al tiempo que compramos, a un otro otro, lo que necesitamos para nuestra vida privada. La conclusión es la misma que la de Jacobs: es la suma de otros la que le da sentido a lo público, a lo que es de todos.
Sin embargo, la posmodernidad presenta un panorama que se antoja radicalmente distinto, y a veces hasta contrario, a estos usos. Por un lado, el surgimiento de los mercados globales y las empresas transnacionales, que a partir de acaparar el discurso comercial a través del marketing y alejar al ciudadano de a pie de los procesos de producción y distribución de los productos que venden, han roto esa pieza fundamental de las relaciones ciudadanas en las que un individuo le compra algo a otro individuo, suplantándolo por una empresa sin cara que provee servicios. Por el otro, el surgimiento de los medios de comunicación masivos, que permiten a las personas compartir información a distancia, ha terminado con la necesidad real de tener que salir a la calle, a lo público, para estar enterados de lo que sucede en el mundo que nos rodea.
Ante este panorama, Madanipour reconoce una desespacialización de la esfera pública de las ciudades, que en vez de su espacio real, aquel de tres dimensiones, recurren a los medios digitales para transmitir sus discursos. Asimismo, al corporativismo al cual estamos sujetos le conviene la negación de lo otro para que su negocio sea rentable. Es una ecuación sencilla: mientras mayor sea la preponderancia en una rama de comercio, mayor margen de ganancias habrá.
La traducción urbana y arquitectónica de estos dos fenómenos es, por un lado, una pérdida de interés (y por lo tanto de significado) de los espacios públicos; y por el otro, la aparición y apropiación de espacios privados de comercio que se antojan públicos, aunque su objetivo sea radicalmente lo contrario. Y es que mientras la plaza pública admite distintos discursos y deviene más viva mientras más plural; la plaza privada pretende ser un modelo replicable, controlado y cuyo principal interés es el desarrollo de capital. Pero entonces surge una pregunta: ante estas dos premisas, ¿es posible generar espacio público —aquel de plazas y kioskos que tanto nos gustan,— en la actualidad?
En el libro Milagros y Traumas de la Comunicación, el filósofo italiano Mario Perniola discute el régimen de historicidad bajo el cual se suscribe esta época. Para Perniola, el relato contemporáneo está velado por los medios de comunicación, los cuales presentan una versión del mundo que pertenece a lo que los griegos llamaran plasmata: la realidad se relata filtrada por un discurso que pertenece más a lo ficticio que la realidad efectiva de la cosa, o acontecimiento, y por lo tanto su eficiencia comunicativa radica no tanto en lo que se relata sino en cómo se relata. De ahí que, partiendo de la premisa que la arquitectura es también un medio de comunicación que está íntimamente ligado al zeitgeist de la época en la que se genera, sea claro que algo hay de ficticio en su discurso contemporáneo.
No: las plazas comerciales, mediatizadas y ascéticas, no promueven el diálogo y la pluralidad sino todo lo contrario: buscan usuarios que, aunque aparentemente distintos, puedan convivir bajo sus reglas en un espacio pensado para estimular sus intenciones individuales de compra: la manera voraz de acaparar el mercado suprime la posibilidad de autogestión al tiempo que, contradictoriamente, pretende celebrar al individuo en su pluralidad. Las formas, aparentemente amables y receptivas, son en realidad imposiciones de un régimen moral que poco admite el contexto en el que se encuentra inscripto.
El problema, nuestro problema, es que, acostumbrados a este régimen y con las herramientas de comunicación de las redes sociales, hemos negado la posibilidad de generar alternativas viables donde se generen espacios de diálogo. Además, el panorama pinta cada vez más desolador: el esfuerzo colectivo y político que implicaría generar un espacio plural y democrático en un centro urbano consolidado y sometido a las fuerzas del movimiento de capital se antoja tan complicado que hemos abandonado cualquier intención de proponerlo.

El espacio público, ese que tanto anhelamos, se nos ha escapado de las manos mientras twitteamos al respecto. Bien lo decía Koolhaas, “estábamos construyendo castillos de arena, ahora nadamos en las aguas que acabaron con ellos.”

5.9.14

Nada significan los segundos en este espacio blanco y unidireccional.

I

Promuevo mi lenta agonía,
mi caminar hacia una hoguera inevitable,
fomento mi propio y
catastrófico destino.
Busco cosas que me desvíen
aunque las busque sin querer encontrar
algo
que me saque,
que me mueva,
que me diga que hay algo más.

II

Freno de vez en cuando
(aunque sé que no se puede frenar)
para intentar voltear atrás,
para ver
si en algún momento,
si en un instante de distracción,
puedo encontrar el punto exacto en el que tracé este camino.

(Pero no puedo parar.
No puedo ver para atrás.
No puedo hacer nada más.)

III

Continuo entonces con el rumbo de los días,
con el tránsito marcado por una mano que parece ajena
(pero que soy yo)
que se mira al espejo sin reconocerse
y que pierde la capacidad de hablar.
No tiene sentido,
me digo,
le digo,
nos decimos,

y echamos a andar.

IV

Y en el tránsito descubro cosas
y olvido las que dejo atrás
y siento el espeso caldo del tiempo
detrás de mí, brumoso e impenetrable.
Y adelante sólo veo la niebla
y la incierta certeza de un rumbo
que me pertenece.
Nada significan los segundos
en este espacio
blanco y unidireccional.

V

Solo existen la duda
y el deseo mortal.

6.5.14

Memoria y Tolerancia

Para entrar al Museo de la Memoria y Tolerancia, proyecto de Arditti+RDT Arquitectos inaugurado en 2010, el gran umbral de acceso es un aparato detector de metales (¿tolerancia?). Después de recoger llaves, celular y cigarros bajo la mirada imponente de un guardia de seguridad, lo primero que llama la atención es el atrio de quíntuple altura—limpio, blanco, iluminado por luz cenital,— y la gran caja blanca que cuelga en el centro. Se antoja, la verdad, caminarlo todo. Pero eso no es posible: pronto te das cuenta que un ejército de chavos-con-gafete-y-lentecitos están listos para indicarte todo tu recorrido. (A mí hasta me sorprendió que no me pidieran mi nombre, si leche entera o deslactosada, y me dijeran que pasara al final de la barra.)
            De ahí uno sube por elevador a un quinto piso, por encima de la caja blanca, en donde un letrero dice cínicamente “plataforma panorámica”. Y digo cínicamente porque en el momento en que se abren las puertas del elevador, un miembro del estaf, con gafete y todo, te indica, tan tajantemente que no lo cuestionas, que pases directo a la sala posterior, en donde se te mostrará un video, muy didáctico, eso sí, en donde el tema de los genocidios se trata como documental de leones de NatGeo.
            No quiero ahondar en los detalles de la exposición, efectista a más no poder (¿de veras se necesita exagerar más el Holocausto?, ¿no ya es suficientemente dramático en sí mismo?). Lo que sí es que, después de pasar por tanto espacio lúgubre y laberíntico, llegar a la caja-blanca-que-cuelga se agradece. Una vez dentro, una pieza de Jan Hendrix, llamada elocuentemente “Memorial de los niños”, invita a cualquier usuario de smartphone a abrir Instagram y ponerse creativo. Pero la experiencia de la pieza no se queda ahí: al tiempo suena una música New Age para poner el ambiente más adecuado porque, al parecer, la pieza en sí no es suficientemente dramática. Ay, mis hijos.
            Después viene la parte de otros genocidios, porque sería demasiado solo hablar del Holocausto. El genocidio en Ruanda se observa al ritmo de una exótica música de tambores, el de Guatemala con flautitas andinas y, al final, hay unas fotos de niños indígenas muy monos vestidos con ropitas típicas muy bonitas y un letrero que dice ¿y tú qué haces? o algo así. Lugar común tras lugar común tras lugar común. Salgo de ahí y en vez de tomar el elevador pregunto a los policías si puedo bajar por las escaleras, a lo que se me quedan viendo con cara de no-deberíamos-dejarlo-pero-no-nos-han-dicho-nada-entonces-adelante-joven.
            De regreso al atrio, me entero que la salida es a través de (drum roll) la tienda, con un mensaje que dice que el museo se sostiene gracias a las aportaciones de los visitantes. Chantaje tras chantaje tras chantaje. Las puertas automáticas se abren pero uno no sale directo a la calle, antes se tiene que pasar por un torniquete de cuerpo completo, como si estuviera uno entrando al Azteca. Claro, se me olvida, no vaya a ser que alguien indeseable de la calle se cuele por nuestra tienda. Ah, qué linda la tolerancia.
            Hace poco, Alexandra Lange (We need more museums that let us relax into knowledge, publicado en Dezeen) homenajeaba al Museo de Antropología de Ramírez Vázquez porque, a su parecer, da chance a que el visitante lo recorra a placer. El gran atrio conecta todas las salas, pero no hay un recorrido fijo. Y es que, por más que un museo ofrezca siempre un punto de vista sobre lo que expone, el Museo de Antropología, según Lange, permite eso que el de la Memoria y Tolerancia no: que el que lo recorre arme su propia narrativa. Al contrario, el discurso del Museo de la Memoria y la Tolerancia niega precisamente eso que pretende exhibir: no admite una opinión ajena, pues es un monólogo ready made que uno se tiene que tragar enterito, como el Chai Latte de Starbucks.
            Saliendo llegué al Hemiciclo a Juárez, que nunca me había parecido tan democrático, y volteando alrededor agradecí estar rodeado de oficinistas, punks, darks, hippies, fresas y gente común y corriente, caminando por ahí y haciendo sus cosas. Y es que se aprende mucho más de tolerancia en la Alameda Central que en este museo, monotemático y chantajista.

24.4.14

Sobre el discurso pop en la arquitectura

Me piden hablar sobre las secuencias espaciales en la arquitectura contemporánea. A mí no me interesa demasiado porque siento que la espacialidad en la modernidad líquida —en términos de Zygmut Bauman, no es muy distinta a la de la arquitectura moderna de la cual, en términos espaciales, es heredera. Me parece que, tomando en cuenta que el mundo se encuentra inmerso en un momento en donde lo que domina los discursos políticos y artísticos son la imagen, el símbolo y la moda, para hablar de la arquitectura contemporánea se tiene que hablar de la arquitectura como un “dominio de la representación cultural”, como lo plantea Michael Hays en su libro El Deseo de la Arquitectura, y no sólo como una disciplina encerrada en sí misma.
            Para Hays, la arquitectura es una manera de negociar entre lo real y lo simbólico es decir, la arquitectura como objeto de lo real (como cosa en sí) se inscribe dentro del mundo como un sujeto de lo simbólico (un agente de representación). Esto significa que la arquitectura es siempre un discurso de algo ajeno a ella. Sin embargo, dado que la arquitectura, como todas las artes, no tiene otra manera de ser más que a través de sí misma es decir, a través del espacio y la forma y el sitio y etc, es necesario entender el sistema de símbolos de la arquitectura, que no es nada más que su lenguaje, para entender el discurso que le toca, o sea, sus secuencias. Y es que, por más que la arquitectura como espacio no haya cambiado demasiado, los discursos éticos y estéticos en la modernidad y la posmodernidad son totalmente distintos.
            Me parece que no hay mejor ejemplo de qué significa la arquitectura moderna que la obra de Le Corbusier, la cual podemos considerar como inscrita en tres grandes áreas: la ideológica y política, la de la lógica de producción industrial y la de la arquitectura como parte de las vanguardias artísticas de la primera mitad del siglo XX. No es que en la obra estén separadas como tal, pero analizarlas cada una por su cuenta ayudará a dilucidar lo que se quiere decir.
La parte ideológica no es nada más que una idea positivista del mundo, muy en boga en ese entonces, en donde se considera que la arquitectura puede ser un vehículo del progreso que ofrece la tecnificación del mundo. Esta postura, moralista y unitaria, es precisamente la que llevaría a la arquitectura moderna a su inminente debacle, sobre todo a partir de los años sesenta, por dar por hecho que la arquitectura por sí misma podía resolver los problemas del mundo en un solo gesto: la arquitectura como fórmula universal, replicable y ajena a la historia.
La segunda, la de la lógica de producción: Le Corbusier entiende que la producción industrializada de materiales propone una nueva manera de dar forma a la arquitectura, y a partir de esta premisa propone los famosos cinco puntos que se repetirían ad nauseam por el mundo. Además, comparte con el Futurismo italiano una fe ciega en la máquina y, fascinado por lo que éstas ofrecen, propone la idea de “la máquina de habitar.”
La tercera, Le Corbusier dentro las vanguardias artísticas de principios del siglo XX, va de la mano con la anterior. ¿Qué más fueron las vanguardias sino el replanteamiento de las artes como lenguaje per se? Y en este caso, ¿no es la Villa Saboya un discurso sobre la forma misma de la arquitectura en su estado más puro, sobre la posibilidad de lo moderno? Entonces tenemos como resultado una obra que replantea al espacio mismo y que ofrece una nueva manera de recorrerlo, que propone una serie de postulados sobre la manera en que se da forma al objeto arquitectónico y que establece, entonces, una nueva concepción de la arquitectura en contraposición a las tendencias eclécticas de la época que buscaban a las formas históricas para ser. El discurso de Le Corbusier, pues, es sobre lo nuevo, el objeto como forma pura, el recorrido espacial como elemento predominante de la arquitectura.
Estas ideas, sumadas a las de Ludwig Mies van der Rohe donde se privilegia el orden cartesiano y la “honestidad” estructural en los edificios, dominarán la producción arquitectónica por algunos años. Sin embargo, en la década de los 60 y principalmente los 70, estos postulados se ponen en tela de juicio primero por haber agotado sus capacidades como lenguaje como repertorio de formas, segundo porque comienza a haber gente que cuestiona la postura de querer alejarse de la historia como significante de la sociedad, y, finalmente, porque la idea misma de sociedad que se pretendía con esta arquitectura se desmorona.
Así, surgen muchos críticos que buscan volver a una arquitectura que se inserte más de lleno en las complejidades del mundo contemporáneo, que entienda a la arquitectura como algo que va más allá de sí misma y, además, que atienda a la arquitectura como parte de una historia simbólica y no puramente como formas abstractas y morales. Entre estos críticos, la que encuentro más pertinente para explicar al sistema de los star architects contemporáneos es Denise Scott Brown, pues es quien comienza a cuestionar a la arquitectura “docta”, es decir, aquella que se aleja del público general a partir de negar los símbolos de la cultura popular.
Para Scott Brown, en su ensayo Learning from Pop, la arquitectura que busca representar a la Arquitectura es decir, explorar su forma pura—, ha perdido contacto con el mundo externo, dominado por lógicas comerciales y económicas. De esta manera, mientras en las academias y despachos de arquitectura se imparte una enseñanza  y se producen edificios dogmáticos basados en el espacio y los materiales, el resto del mundo construye suburbios y centros comerciales y sets de televisión que, cargados con una ideología ajena al modernismo e inmersa en los códigos de valor de la vida cotidiana, se vuelven la norma en las ciudades. Lo que importa en los suburbios, según Scott Brown, no es el espacio sino la comunicación a través de él.
A partir de este ensayo y las obras de muchos otros críticos como Aldo Rossi y Robert Venturi, surge una nueva generación de arquitectos que intentan atender estas preocupaciones. Ahora, si bien al principio se echó mano de los elementos más obvios de la arquitectura para inscribirse en la historia, el lenguaje clásico (eso sí, simplificado,) pronto las búsquedas por significar encontraron otros caminos. Esto, sumado a una época en donde la idea misma de manifiesto da pánico, ha dado como resultado un vasto lenguaje formal que a simple vista podría parecer caprichoso, aunque en el fondo no lo sea: la arquitectura, bajo la idea de modernidad líquida, busca ser símbolo. Así, proyectos icónicos como el Guggenheim de Bilbao, que tal vez sea el paradigma del discurso pop de la arquitectura, tienen más que ver con cómo se insertan en el mundo —es decir, con una lógica ajena a ellos,—que con su disposición interna como secuencia de espacios. Y es que la arquitectura contemporánea, como cualquier objeto cultural, está inmersa en la lógica de la producción capitalista, es decir, es un producto de consumo. Y es que la producción capitalista está sujeta a la necesidad de crear lo nuevo por lo nuevo, porque si se satisficieran las necesidades, ¿qué más se habría para consumir?
Boris Groys dice que lo contemporáneo es aquello que aún está en duda, que aún no ha saciado su capacidad de decir algo sobre el mundo, la historia y su contexto. Lo cierto es que la arquitectura-como-espacio-y-sin-historia llegó a su límite y los arquitectos tuvieron que buscar nuevos caminos de exploración. Así, la arquitectura contemporánea se inscribe dentro del mundo consumista como un espectáculo, donde lo que importa tal vez no es tanto el espacio en sí sino el evento, el símbolo, la imagen y la moda, y por lo tanto su apariencia está en constante cambio. La arquitectura de hoy en día, la de revista, aunque todavía sea espacio y luz y forma, tiene más que ver con Lady Gaga que con Le Corbusier.

Ahora bien, si los paradigmas han cambiado tan radicalmente, cabe preguntarse si puede juzgarse a la arquitectura contemporánea de la misma forma en que se juzgaba a la arquitectura moderna. Y, finalmente, si no existe una ideología concreta detrás de esta manera de dar forma al mundo, ¿agotará sus capacidades discursivas o, precisamente por carecer de discurso, continuará reproduciéndose ad infinitum?